Uuc-kib Espadas Ancona
El pasado día 24 se cumplieron 100 años de la fundación del Partido Comunista Mexicano, entonces Partido Comunista de México. (La diferencia no era trivial. El nombre original expresaba su filiación a la Internacional, su condición de expresión en el país de una organización mayor, el que lo reemplazó oponía a ello una condición nacional propia). Tan especial aniversario motivó, desde meses antes, un disperso proceso de reflexión sobre su historia y su influencia en el momento actual entre algunos intelectuales y antiguos miembros del Partido (así, con mayúscula, como invariablemente lo escribíamos entonces, aunque sólo sea para celebrar su centenario, y haciendo como que no me entero de la pesada herencia soviética que esto implica: el Partido debe ser único. Vaya la licencia por ser momentos de festejo). El debate que se ha abierto me parece, además de interesante, significativo, y en este contexto creo que vale la pena mirar en retrospectiva y revalorar las experiencias de quienes ahí militamos y su posible significado en el presente.
Ingresé al PCM el 6 de noviembre de 1979. Era yo un escuincle de quince años, pero fue aquélla una decisión certera que marcó y, en muchos sentidos, definió mi vida futura. El Partido cumplía por aquellos días sesenta años de una historia llena de cambios y giros, y de una infinidad de experiencias particulares en distintos lugares, tiempos y circunstancias. A una muy pequeña generación de muchachos yucatecos nos tocó vivir una de esas experiencias particulares, por varias razones.
En esos momentos el Partido se preparaba para su XIX Congreso en una intensa y extensa discusión -centrada en un conjunto de tesis políticas formales- en la que todo estaba sobre la mesa. Desde la concepción del partido, hasta el régimen político que habríamos de instaurar una vez que llegáramos al poder. Desde la legitimidad de la homosexualidad hasta la ilegitimidad del marxismo como doctrina oficialista de Estado. Desde los movimientos de clase hasta las alianzas partidistas. Emblemáticamente se discutía si a nuestro triunfo, que sería el de la clase obrera, se establecería la Dictadura del Proletariado, otra vieja heredad soviética, o el Poder Obrero Democrático, un invento emergente para salir de una vez de la antigua consigna. Tras cuarenta años puedo afirmar que ese ha sido el más amplio, profundo y sólido debate estratégico en la historia de la izquierda partidista en México. En lo personal, aquellas discusiones y de su posterior contraste con la realidad social del país destrozaron muchas de mis convicciones previas e hicieron salir de los escombros otras, no pocas de las cuáles mantengo hasta el día de hoy, bien que con abolladuras de distinta importancia.
Este momento particular del Partido se correspondía con su reciente retorno a la plena legalidad, en 1978, y su primera participación electoral formal en décadas, en julio del año siguiente. El Congreso y el profundo debate político, programático y, en aquellos años todavía, ideológico que en él tendrían lugar obedecían a la necesidad inminente de adecuar al Partido Comunista a una nueva dinámica política y social nacional en la que, entre otras cosas, las elecciones, se previó como en efecto sería, se constituirían en el instrumento fundamental de disputa por el poder del Estado.
Una gran particularidad en la que vivimos nuestra experiencia militante fue hacerlo en la Blanca Mérida. Ser comunista ya de por sí era bastante mal visto en el país, pero en Yucatán, y especialmente en su capital, esto resultaba particularmente notable. Como, en general, éramos también una bola de ateos, se entenderá que nuestra capacidad de generar identificación con la inmensa mayoría de nuestros coterráneos estaba severamente limitada. Eramos, pues, una muy reducida minoría, de escaso impacto electoral, profundamente contrastada de las creencias sociales generales, pero al mismo tiempo muy organizada, bien que mucho menos de lo que nuestros adversarios suponían, militantes y, como regla general, ajenos a los objetivos regulares de los políticos mexicanos, dinero y poder inmediato y personal. Nuestra motivación principal era, auténticamente, hacer del mundo un lugar mucho más justo para la humanidad. Y mientras tanto lograr para México elecciones limpias y un régimen económico y social un poco más justo. Aspirábamos muchísimo menos, si es que algo, a un pequeño fragmento de poder personal, pero estábamos dispuestos a dejar hasta la vida por conseguir el gran poder del Estado que nos permitiera cambiar de fondo al país. Para cuando nosotros, los chamacos que rápidamente fuimos bautizados como la Brigada Kleen Bebé (no sé quién fue el autor del apodo, pero tengo mis sospechosos) llegamos al Partido, ya en Yucatán su presencia pública, legal, estaba razonablemente normalizada. No que a la gente le hiciera mucha gracia ver hoces y martillos pintados sobre rojo en las paredes de la ciudad, pero era mayoritariamente visto como un problema menor de la vida urbana, o hasta con cierto exotismo.
También fueron condición específica de nuestra experiencia las características de la dirección estatal del partido en aquel entonces. Estaba compuesta mayoritariamente de maestros que, como años después entendí, aportaban al partido una estructura organizativa y un orden institucional que le daban fortaleza y relevancia pública. Tenían también un conjunto de convicciones éticas, que quizá no eran uniformes entre ellos, pero que incidieron de distinta forma en las condiciones de la militancia juvenil. Las características de esas convicciones eran ampliamente compatibles con el viejo criterio de la moral comunista, más parecida al conservadurismo yucateco que al hipismo de la década anterior. Con no poca regularidad, por ejemplo, nos insistían en cuidar nuestros estudios, repitiendo que servía más al Partido un buen profesional que un mal estudiante. Estoy convencido de que esta actitud jugó algún papel, seguramente con variable importancia, en que muchos de aquellos mocosos concluyéramos la carrera.
Fue una militancia breve, constructiva y, al menos en mi caso, definitoria de mi persona a futuro. Concluyó, para todos nosotros, en noviembre de 1981, cuando en un momento auténticamente histórico, el Partido Comunista Mexicano decidió morir para que, de su fusión con otras organizaciones, naciera el Partido Socialista Unificado de México. Otras historias se escribirían a partir de entonces.