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Los Montejo y su tiempo

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La exhibición de un cuadro de Zapata como homosexual en actitud de ligue generó variada indignación entre distintos segmentos sociales. Una reducida minoría se sintió ofendida por considerarlo una falta de respeto a un héroe nacional. Un grupo mucho más amplio localmente, que va desde aquéllos a los que el Caudillo del Sur ni les importa ni les interesa, hasta otros que realmente sienten un profundo desprecio por él, precisamente por su condición de revolucionario, se sintió sin embargo también agraviado. El elemento común es sin duda la reprobación de la homosexualidad, bajo distintos argumentos que valdría la pena comentar en otro momento. Ese rechazo es el que lleva a considerar la pintura como una ofensa infame a un hombre emblemático de la Revolución Mexicana, pero también el que lleva a la indignación por verlo como una desfachatez o incluso como la exaltación de la homosexualidad, aún sintiendo un profundo desprecio por el morelense. La fobia por los hombres que sexualmente prefieren a otros supera la animadversión por lo que el general rebelde hizo y representa. No es cosa menor.

La primera de las actitudes descritas, pese a fundarse en una reprobación ilegítima, es auténtica, pues quienes la asumen realmente se sienten agredidos por lo que valoran como una ofensa al héroe agrarista; la segunda, por el contrario, es básicamente inauténtica, por no reconocer realmente un valor simbólico en Zapata, e incluso al contrario. Esta postura, digámoslo con claridad, es abundante en Yucatán y muy especialmente en la Ciudad de los Blancos.

Para incomodidad de estos paisanos, la cosa no quedó en el cuadro, sino que en los días siguientes comenzaron a circular por internet una diversidad de imágenes de la Virgen de Guadalupe, que entre otras cosas la presentaban como Marilyn Monroe o besando a una mujer. La indignación de no pocos alcanzó la ira y se vertieron sonoras quejas por el agravio. Más allá de mi propia visión del asunto (en síntesis, que la indignación es legítima, aunque parta de un principio falso, pero que esa indignación tiene que ser inefectiva, es decir, no traducirse en ningún acto de censura, mucho menos de violencia, como en efecto ocurrió, pues estamos dentro de los con frecuencia ingratos márgenes de la libertad de expresión ajena) observo sin extrañeza que mucho del público conservador que se ofende por estas expresiones -que en efecto están destinadas a ofender, una de las facetas del arte, sea éste bueno o malo- no sólo no reprueba sino que encomia la colocación de un monumento, hace apenas nueve años, al par de asesinos y saqueadores Montejo que encabezaron y se cebaron en la esclavización del pueblo maya.

Comentando el tema con un amigo por el que siento un especial respeto intelectual, volví a recibir la amonestación de que yo juzgo los hechos del pasado bajo la óptica del presente. El breve debate me dejó pensando (me dejó cabezón, dirían los colombianos, pero tratándose de un yucateco no sé si eso sería redundante o exagerado). El argumento apela a un elemento de realidad: no existiendo ni valores universales ni derechos naturales, la calificación ética en las diversas sociedades y momentos de la Historia es extraordinariamente cambiante; sin embargo, no puedo sino discrepar de la conclusión, es decir, que esa calificación ética no se pueda hacer con cánones distintos a los de los actores en su tiempo.

Mi primera consideración es que es falaz hablar de, en este caso, los valores sociales del siglo XVI. No hay un conjunto de valores consensuales del siglo XVI, y mucho menos que además fueran compartidos por las distintas sociedades involucradas en el proceso de colonización de América, incluyendo conquistadores y conquistados. En los distintos Estados y sociedades americanos atacados existían normas, leyes y valores evidentemente distintos de los de los invasores. Quemarles los pies al Emperador y a su heredero desde luego no era visto como normal por los aztecas, y por supuesto se oponía a las leyes del Imperio. Violar mujeres no era bien visto y era ilegal de uno y otro lado del mar, independientemente que fuera práctica generalizada de los españoles en aquella América. Es decir, en el siglo XVI, como en el XXI, existía una diversidad contradictoria de valores sociales, humanos y jurídicos, que impide argumentar que los actos de los conquistadores no son reprobables porque se ajustaban a la ética de la época. Reducida al absurdo esta concepción significa, entre muchas otras cosas, que el bestial exterminio de judíos a manos del Estado alemán sólo puede ser valorado desde la perspectiva de los valores y leyes de la Alemania nazi; el martirio del pueblo palestino desde la óptica oficial de Israel; o las invasiones y masacres de los Estados Unidos desde la perspectiva del Destino manifiesto.

Mi segunda consideración es que el horizonte de lo ético es mucho más amplio que el de lo legal, de forma tal que distintos actos de brutalidad humana y de explotación económica sí pueden legítimamente valorarse desde perspectivas humanas más amplias y variables. La esclavitud, por ejemplo, ha existido legal e ilegalmente en largos períodos históricos, pero en cada uno de ellos sus víctimas se han resistido heterogéneamente a ella, contradiciendo la idea de un sólo conjunto de valores en cada momento, eliminándola cuando han podido, y generando el consenso contemporáneo, al menos declarativo, de su ilegitimidad como relación social.

Seguiré pues viendo una gigantesca contradicción por indignarse frente a insultos religiosos al tiempo que se le erigen monumentos a los peores genocidas que han pisado estas tierras y que, por cierto, actuaban en franca contradicción con la doctrina cristiana a la cual se afiliaban.

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