Martí Batres
La detención de Genaro García Luna constituye tal vez el golpe más demoledor que han recibido Felipe Calderón y la narrativa que su régimen construyó sobre la guerra que constituyó su emblema de administración.
No sabemos con exactitud cuáles son los elementos, datos, información, que tiene el gobierno de Estados Unidos contra García Luna.
Sí sabemos, en cambio, que muchas voces periodísticas, empezando por Anabel Hernández, señalaron y acusaron al exjefe de la policía federal desde mediados del sexenio calderonista.
El argumento que apareció detrás de las denuncias era que en realidad el aparato de seguridad del Gobierno Federal estaba librando una batalla contra algunos carteles para favorecer a otros.
Sin embargo, a lo largo de la administración de Felipe Calderón se escribió y propagandizó un guión de lo que estaba pasando. Se decía que el mayor problema de la ciudadanía era la inseguridad, y particularmente aquella parte que tenía que ver con el crimen organizado en torno al narcotráfico.
Por eso, se aseguraba, el gobierno tenía que enfrentar con valentía y decisión este flagelo. No se podía negociar con criminales. Había llegado la hora de someterlos. Para eso se había declarado una guerra al narco.
Habría, pues, una guerra sin cuartel contra la delincuencia, el crimen, las drogas.
Se salvaría a la juventud de caer en el sufrimiento de las adicciones. Se protegería a las familias de los asaltos, secuestros, asesinatos, etc.
Sería una batalla épica, gloriosa, por una buena causa, una gran causa identificada con la principal preocupación de la ciudadanía.
En el colmo de la justificación, llegó a decirse que: “se perderán vidas inocentes, pero valdrá la pena”.
La llamada “Guerra contra el narco” de Felipe Calderón fue operada por Genaro García Luna. A lo largo de su realización se documentaron más de 100 mil ejecuciones. Se reportaron, en el contexto de graves escándalos, jóvenes fallecidos en medio de fuegos cruzados o familias completas balaceadas por rebasar un retén; así como mujeres indígenas violadas y asesinadas. A todas esas víctimas se les denominó “daños colaterales”.
Durante ese lapso, el poder de combate del narcotráfico no se debilitó. Las adicciones no disminuyeron. Los índices delictivos no bajaron.
En cambio, el número de homicidios se cuadruplicó. Y se incrementaron los delitos como secuestros y extorsiones.
El país quedó ahogado bajo un baño de sangre. Convertido en un cementerio.
Las bandas criminales se multiplicaron e hicieron aparición en lugares donde no se encontraban.
Y junto con todo ello, los presupuestos para la seguridad se multiplicaron por más de 10 veces. Se crearon nuevos aparatos. Se adquirieron muchas armas y nuevos equipos.
A lo largo de esos años fueron asesinadas personas de todas las clases sociales, incluidos hijos de poetas y grandes empresarios.
Salieron a la luz los montajes de filmaciones de enfrentamientos, rescates y operaciones que no existieron.
Pero todo, todo, se justificó. Se trataba de fortalecer la lucha contra el crimen.
Se involucró a todas las policías. Se involucró al Ejército, a la Marina, a la Fuerza Aérea en tareas de seguridad pública de las que hasta hoy en día no puede prescindir.
Todo se justificó por la suprema lucha contra el crimen organizado. 100 mil vidas perdidas. Porque con el crimen hay que tener valor y decisión.
Pero... ¿Y si el encargado de la guerra contra los criminales era uno de ellos? ¿De qué tamaño habría sido el engaño? Hoy más que nunca estoy a favor de la estrategia de paz.