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Opinión

En algo que me temo pasará a ser ritual. Con los calores de mayo asomó una vaga noción de que estos desbordados calores algo tienen que ver con la deforestación de la ciudad. Siempre oportunas, distintas instituciones lanzaron campañas para que los particulares sembraran árboles, incluyendo en algunos casos el regalo de arbolitos. No sé en qué grado alguno de los involucrados, en cualquier sentido, pueda estar convencido de que por esa ruta se puede llegar a limitar los efectos de la catástrofe climática en curso, pero no me queda ninguna duda de la inutilidad de estos actos.

Desde que tengo memoria, el gobierno, y posteriormente algunas organizaciones de particulares, ha promovido este tipo de campañas, y los pequeños árboles han estado permanentemente disponibles de manera gratuita para quien los requiera, con los resultados que se tienen a la vista: una imparable destrucción de bosques y selvas que hoy, además, arden en decenas de puntos, sin control efectivo. Multiplicar estas campañas de concientización y acción individual podrá tranquilizar a algunos y proporcionar a otros un par de líneas para su próximo informe oficial, pero desde luego no tendrá ningún efecto práctico en lo que a detener la deforestación o modificar el clima de la ciudad se refiere.

Al nivel individual en que estas acciones están planteadas, las condiciones de su fracaso son evidentes. En primerísimo lugar, una parte muy importante de la población no tiene dónde plantar un árbol. El pequeño espacio del que podría disponer en su casa de fraccionamiento hace tiempo que fue ocupado, ilegalmente, por una ampliación de cocina, un nuevo baño o simplemente una terraza. Para hacer estas cosas desde luego contó con la complicidad de los vecinos, que casi nunca denuncian, por estar de acuerdo con lo que se hace o por no buscarse problemas gratuitos; y con la negligencia, delictiva o no, de distintas autoridades responsables del tema. En segundo lugar, muchos de los árboles regalados la semana pasada, hoy ya están muertos. Los más tempranos caídos, abandonados en el camino a casa por no haber tenido en cuenta su peso al recogerlos, seguidos de los que llegaron a casa pero no fueron sembrados, resultando cocidos por el calor, los que fueron sembrados pero no fueron regados y, los que estarán agonizando ahora, los sembrados en lugares inadecuados y que morirán poco a poco. Lo cierto es que una ínfima parte de los árboles adoptados llegarán a adultos, y en nada contrarrestarán la destrucción de otros, ya crecidos, por la dinámica misma de la economía y la ciudad.

Porque las acciones de gran impacto sobre la vegetación son las determinadas por el desarrollo económico y el crecimiento urbano que tienen lugar a nivel local y, en su caso, nacional e internacional. Mientras una familia siembra un árbol, el único que cabe en su jardín, y lo cuida por cinco años hasta crecerlo, a su alrededor se construyen cientos de casas, arrasando con miles de árboles, y cubriendo lo que ayer era superficie verde con concreto y asfalto. Las leyes y reglamentos destinadas a modular estas acciones son de por sí laxas y su aplicación tampoco resultaría en un desarrollo urbano sostenible, pero además se eluden e incumplen. Estas ordenan, por ejemplo, que en cada casa una cierta proporción del terreno debe ser área verde; pero si alguien no quiere cumplirlo, el ayuntamiento proporciona mecanismos de compensación –en teoría, reponer lo no sembrado en la casa en otra zona– que en la práctica se reduce a un pequeño pago. Contento el dueño, que así puede hacer lo que le dé la gana, contento el ayuntamiento, que cobra, y contento el partido correspondiente, que mantiene contenta a la gente a cambio de aniquilar el medio ambiente. Todos contentos, pues. Ni qué decir si se trata de ignorar cualquier disposición legal para poner un negocio. La coartada de que se crean empleos garantiza indulgencia plenaria a quienes así participan en la destrucción de la vegetación.

Paralelamente, no dejamos de estar insertos en una economía global, que todos los días arrasa selvas y bosques, desaparece ríos y lagos, e intoxica aguas, aire y suelos para que podamos disponer de una gigantesca cantidad de productos destinados a satisfacer los más inmaduros caprichos, siempre y cuando su venta le produzca dinero a quien ya lo tiene en exceso. Así, al tiempo que la familia procura su nuevo arbolito por diez años, elimina residuos de todo tipo, incluyendo masivamente empaques de plásticos no biodegradables, suficientes para compensar mil veces los beneficios ecológicos de la planta.

Lo único que puede moderar, quizá limitar e idealmente revertir el cambio climático que nos hornea cada mayo a temperaturas más altas son acciones de gobierno y de Estado, que subordinen la satisfacción de necesidades y deseos inmediatos a la sostenibilidad del desarrollo humano. En el caso de Yucatán esto implica pasar por encima de una de las grandes taras sociales que padecemos: la extendida y profunda convicción de que cada quien debe poder hacer con y dentro de su propiedad exactamente lo que le dé la gana, a despecho del daño general que esto pueda causar. Este artículo de fe no puede ser modificado, es inmutable, me dice la experiencia, simplemente tiene que ser subordinado coactivamente a las leyes y y a las necesidades de sobrevivencia de largo plazo de la sociedad.

No veo al político con los tamaños para hacerlo.

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