Oscar De la Borbolla
Hay una ocasión en que la vida alcanza un punto desde el que se puede mirar con desdén el porvenir, y uno –que tanto esmero puso, que tanto se revolcó para enderezar las cosas– afloja los puños y las riendas se escapan como el agua convertida en ríos. Aunque, la verdad, nunca existen tales riendas ni ese control que uno supuso, pues el porvenir ha sido siempre ese río impredecible que invariablemente llega como bala perdida desde quién sabe dónde.
Lo que ocurre en ese instante es que el que cambia es uno; uno quien pasa de estar temiendo lo que pueda ocurrir, a otro que levanta los hombros, chasquea la boca y se entrega indiferente a lo que venga. Ese punto de la vida, sin importar la edad, se da cuando uno se arroja a la indolencia o es empujado a ella y le da igual. Es ese instante de Edipo cuando, después de lo ocurrido, abre los ojos a las sombras, toma su báculo para percibir tan sólo lo inmediato y se va diciendo: “Todo está bien”.
Atrás quedaron los forcejeos inútiles y las estratagemas estériles para escapar de un porvenir que más que un “por venir” era un “vendrá” fatal, irrecusable. Y quedó también atrás, en el pasado, la transparente candidez que nos permitió apartarnos de la almohada y salir al mundo esperanzados con un proyecto que se deshojaba a cada paso, que se torcía hasta traicionarse, que no fue nunca y que nunca fue.
En ese instante sobran las palabras, porque las palabras son siempre rebeldes: generalizan, universalizan, mientan abstracciones y, por ello, portan demasiada fuerza todavía y no alcanzan para nombrar ese momento de la vida que se dice mejor levantando los hombros o chasqueando la boca.
Y uno no se ciega, porque no está en la tragedia de Sófocles, pero cierra los ojos –que para el caso es lo mismo– y se va por los caminos del sueño o por los parajes deshabitados de la abulia, cooperando con la inercia, ya hacia ninguna parte.
Y ante esta descripción siento que se bifurcan en mí, como una “Y”, dos reacciones que se expresan muy sintetizadas en un par de frases: la del anarquista Herbert Reed: “¡Hagamos de la muerte, si es que acaso nos está reservada, la más grande de las injusticias!”, y la última línea de El Rey se muere de Eugèn Ionesco: “La vida era una agitación bien inútil”.
(SinEmbargo)
Twitter: @oscardelaborbol