Ricardo Monreal
Plutarco Elías Calles inició, en 1924, su mandato como presidente de México y ahí se quedó, al menos de manera fáctica, hasta 1934, mediante la imposición reiterada de sus sucesores. En 1928, Emilio Portes Gil ocupó interinamente la Presidencia, tras el asesinato de Álvaro Obregón. Dos años después, Pascual Ortiz Rubio fue electo y sería sucedido por Abelardo L. Rodríguez, que en 1934 entregó el gobierno al general Lázaro Cárdenas, quien puso fin a la influencia política del general Calles.
Calles era considerado “el jefe máximo de la Revolución”, de ahí que el período en el que se aferró al poder se denominara el “Maximato”. Esta práctica, con la que el presidente saliente tenía la potestad de nombrar a su sucesor, se transformó en una tradición dañina para la política mexicana. Durante años, el sufragio efectivo que Madero acuñó como consigna de la Revolución se deformó, en la práctica, a un dedazo efectivo con el que, sin necesidad de reelegirse, los presidentes seguían teniendo el poder, al ser ellos quienes, gracias a una disfuncional democracia, podían elegir al mandatario siguiente.
La elección del sucesor era de suma importancia. Se necesitaba colocar un soldado fiel en la Presidencia, que asegurara que los actos de corrupción cometidos no fueran perseguidos.
El primer punto de quiebre de esta conducta se dio, probablemente, en 1994 cuando, debido a los trágicos y bien conocidos hechos, el candidato elegido por el presidente saliente no pudo ser su sucesor. En 2006, cuando por primera vez Andrés Manuel López Obrador compitió por la Presidencia, las malas prácticas del pasado le arrebataron de manera injusta la victoria. En 2012, después de dos sexenios consecutivos del mismo partido en el poder, el uso de la maquinaria mediática y de todos los recursos posibles facilitó el triunfo del otrora partido hegemónico.
En 2018, México experimentó lo que probablemente pasará a la historia como la primera elección presidencial cuya legitimidad no es cuestionada. No hubo sospechas de fraude, el margen de victoria fue muy amplio, no se excedieron topes de campaña, no se hizo uso excesivo de tiempo aire y, lo más importante, no hubo coacción del voto.
El triunfo de la 4T proviene, así, de un verdadero proceso democrático. Nuestra fidelidad con la democracia es reforzada con las acciones del Presidente, quien públicamente se ha comprometido con el sufragio efectivo, la no reelección y un combate real de la corrupción.
A pesar de lo anterior, hay quienes intentan sembrar inquietud en torno al fantasma de las prácticas reeleccionistas disfrazadas de dedazos.
Por eso, el ataque sistemático y sin sustento de aquellos que aseguran que el Presidente buscará reelegirse sólo demuestra que no le temen a la reelección: lo que realmente les preocupa es que no podrán acceder nuevamente al poder haciendo uso de las técnicas que anteriormente eran efectivas, porque las y los mexicanos se han apropiado de la democracia.
Andrés Manuel López Obrador no sólo no se reelegirá, sino que sentará las bases para que en los comicios el común denominador sea el respeto a la democracia y la garantía del derecho que la ciudadanía tiene a decidir libremente.
Resulta paradójico que quienes reiteradamente intentan poner en la mesa la idea de la reelección del Presidente sean los mismos que minimizan los logros que esta administración está empezando a obtener. Si en realidad estuvieran convencidos de que los resultados no serán los esperados, entonces no tendrían nada de qué preocuparse, pues en el nuevo ambiente democrático de nuestro país la ciudadanía elegiría un cambio.
Por ello, las mentiras y difamaciones solamente ponen en evidencia la incomodidad que les genera competir en una verdadera democracia, pues en ese terreno, en el que realmente permite que las y los ciudadanos elijan lo que quieren, la 4T les lleva una significativa distancia de ventaja.
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