Opinión

Martí en México

Jorge Nuño Jiménez

Ecos de la migración

Después de mis artículos sobre el exilio de la República Española en México, inicio una serie sobre “las migraciones fraternas”. Llegaron en distintas épocas, dejando huellas indelebles que reposan en la historia. La serie será un cuarteto: José Martí en México, soñador de la patria grande “Nuestra América” (1875). Modesto Seara Vázquez, español que se volvió mexicano, educador de la juventud mexicana (1960). Simón Bolívar, ciudadano de la República Mexicana (1799). Bibiano Osorio y Tafall, director de esta institución (1976).

El 8 de febrero de 1875, a bordo del transatlántico “City of Mérida”, llega al Puerto Veracruzano procedente de Nueva York, José Martí. Desde la cubierta observa el perfil de la ciudad, un paisaje quieto y una suave brisa con la armonía del canto de pájaros carpinteros, en medio de olas civiles, con remos que no pesan, como el “Correo Chuan que remaba la Mancha con fusiles”. Joven impetuoso, romántico y soñador. Tenía 22 años. Su objetivo era ejercer en México la abogacía, decidiría el periodismo sin abandonar la lucha de la emancipación de su patria. Su legado y huella en México es imborrable, ejemplo para la juventud actual.

Del Puerto se traslada en trenecito que va por la vía a la capital. Le impacta la impetuosa cordillera de la Sierra Madre, los volcanes como el Popocatépetl, el Iztaccíhuatl, el Pico de Orizaba que estaban cubiertos de nieve, testigos insobornables de la historia, centinelas de nuestra grandeza y esplendor. A su arribo a la estación en México, lo recibe en medio del barullo el padre Don Mariano Martí, quien residía en nuestro país. En aquel entonces gobernaba México Don Sebastián Lerdo de Tejada. Se vincula de inmediato con el periódico “El Federalista”, donde conoce a Don Pedro Santacilia, casado con una hija de Don Benito Juárez, quien lo relaciona con la revista “El Universal”, de influencia lerdista.

El joven Martí habitó en una vivienda en la calle de Moneda frente al Museo Nacional de Arqueología, ahí se reencuentra con sus hermanas Carmen, Antonia y Ana.

Se enamora de México, hace de nuestro país su patria. Su inspiración y talento le hace ganar simpatías en círculos literarios: Guillermo Prieto, ex ministro de Juárez, Juan de Dios Peza, Justo Sierra, Ignacio Ramírez (El Nigromante), Mefistófeles de la reforma anticlerical, y a Ignacio Manuel Altamirano. Compartió en México tristezas, amarguras y alegrías del exilio, como fue la muerte de su hermana Ana, a quien en su sepelio la lloró su pretendiente, en aquel entonces, el joven Venustiano Carranza, por lo tanto “cuñado” de Martí.

Queda impresionado de aquella pléyade de liberales de gran talento y patriotismo. Entabla con ellos debates. México sanaba entonces las cicatrices de la invasión francesa, cuyo epílogo fue el fusilamiento en el Cerro de las Campanas de Maximiliano de Habsburgo, al lado de dos generales traidores de cuyo nombre no quiero acordarme.

El 7 de mayo de ese año, debuta en las fiestas de Tlalpan ante obreros y estudiantes para conmemorar las luchas contra el imperio, afirmando entonces:

“Las fiestas patrióticas son necesarias y útiles. Los pueblos tienen necesidad de amar algo grande, festejar algo sensible, su conciencia y creencia que no son otra cosa que las de la propia tierra”.

En aquellos días se inicia la lucha enconada entre lerdistas y porfiristas. Martí se inclina por la causa lerdista. El presidente de la Suprema Corte, José María Iglesias, se rebela, declarando que las facultades del Ejecutivo eran inconstitucionales. Estalla la Revolución al grito de ¡Religión y fueros!