Opinión

Rebelión Municipalista

Porfirio Muñoz Ledo

La teoría política contempla cuando menos tres formas de distribución y equilibrio de los poderes públicos. En el mundo occidental coinciden generalmente la democracia parlamentaria –en distintas modalidades según el régimen de gobierno–, la democracia social que permite la interacción entre actores no estatales y la llamada democracia territorial que asegura la coexistencia de varias autoridades en una misma demarcación, todas las cuales como emanación directa de la soberanía, tratándose de regímenes federalistas.

Se reconoce como origen de estas instituciones en México, la Constitución de 1824 que adoptó en lo esencial del sistema implantado por la Constitución de Filadelfia. El Imperio de Iturbide significó la ruptura definitiva con el modelo de las Cortes de Cádiz, según el cual cada una de las comunidades territoriales gozaba de distintas atribuciones y derechos de acuerdo con su composición y tradiciones: al que se llamó “particularismo indiano”, articulado por un “sistema conciliar” en el cual las Cortes definían las controversias jurisdiccionales de modo casuístico y general ya que no conocían de cerca la composición política de las comarcas colonizadas. Al nacer la República Mexicana optó por el régimen federalista que hasta la fecha es vigente en muy pocos países del mundo, puesto que la mayor parte se organizan conforme a otras formas de coexistencia política como las confederaciones, los sistemas “pactuales” –establecidos por el mutuo acuerdo entre las partes– y las alianzas tribales o monárquicas.

No obstante, la enorme extensión de nuestra geografía, la escasa densidad de la población, la ausencia de comunicaciones y la inexistencia de una cultura republicana impidieron que esas demarcaciones gozaran de verdadera autonomía y sobre todo de genuina vida democrática. A ello se debe la instauración del “poder de un solo hombre”: Antonio López de Santa Anna. El conocimiento que este personaje tenía de los caudillos regionales, las autoridades eclesiásticas y los jefes militares lo hicieron el vector de esos estamentos y el único político capaz de gobernar y desgobernar. Recordemos, sin embargo, que las constituciones centralistas propiciaron el desmembramiento primero de Texas y luego de Arizona, Nuevo México, California y parte de Colorado a causa de la intervención norteamericana.

La Revolución de Ayutla de 1854 inició un ciclo opuesto en la organización política del país y planteó la reconstrucción del pacto federal reafirmando la autoridad política y económica de las grandes ciudades del país, entorno a las cuales se conformaron las Entidades federativas. A pesar de ello la concentración del poder en que derivaron las victorias armadas después de las guerras internas, volvió a establecer el predominio indiscutido de la gran Tenochtitlán que se erigió como una fortaleza inalcanzable en la sede ancestral de los mexicas.

Tal “pirámide de cacicazgos” perdura hasta hoy y en mi criterio sólo puede ser revertida por una rebelión municipalista que otorgue nuevamente vigencia al ejercicio de la soberanía en la que se deposita la voluntad inmediata de la gente. Esa es la más urgente de las reformas del Estado-nación que necesita fincarse en la redistribución de los recursos fiscales por acuerdo entre los tres órdenes de gobierno, a través de una Convención Nacional Hacendaria como las que se celebraron en 1925, 1933 y 1947. Mismas que luego fueron paralizadas y degradadas en la Ley de Coordinación Fiscal que devolvió al gobierno central el sartén económico por el mango de la supremacía política.

El debate suscitado con el arribo del nuevo gobierno sobre el traslado de los altos mandos de las secretarías de Estado hacia distintas ciudades del país, debiera ser analizado en toda su dimensión como la piedra de toque de una nueva distribución del poder en México. No hay mejor antídoto contra la desigualdad que el avance de las formas modernas de civilización hacia todos los ámbitos geográficos del país. Al respecto he presentado una iniciativa de reformas constitucionales que debería ser debatida cuanto antes a fin de evitar que se prolongue la dañina tendencia centralista y permitir que se interponga la correlación actual entre gobierno, territorio y sociedad. La devolución del ejercicio de la soberanía a todos los pueblos de la República sería la reforma básica de la Cuarta Transformación.