José Castillo Baeza
La Cumbre Mundial de Premios Nobel de la Paz terminó evidenciando, una vez más, la homofobia del Congreso de Yucatán. La lección es clara: no hay paz sin respeto a los derechos humanos, no hay paz sin igualdad de condiciones para todos y para todas. Sin embargo, pareciera que el mensaje no ha sido bien recibido por un grueso sector del público yucateco a pesar de que una serie de figuras mediáticas como Diego Luna, Ricky Martin, Miguel Bosé y Joy Huerta no sólo se manifestaron a favor del matrimonio igualitario, sino que exhortaron a las autoridades a legislar a favor de él.
Basta una ojeada a las versiones digitales de las notas periodísticas para encontrar comentarios como los siguientes: “Que se regresen a su casa y respeten las leyes de este estado. Si no les gusta que no vuelvan”, “En Yucatán mandamos los yucatecos de buenas costumbres”, “Qué matrimonio igualitario ni qué nada, no buscan qué inventar y encima quieren que se hagan nuevas leyes para ellos”, “La sociedad yucateca ya dijo que no, y se tiene que respetar”, “No queremos esa ideología en Yucatán” (sic).
Además de triste y vergonzoso resulta preocupante. ¿De dónde viene tanto odio? ¿Por qué tanta homofobia afianzada en un etnocentrismo ramplón? Inevitablemente esto nos lleva a preguntarnos qué papel está jugando la educación en todo esto, ¿qué es lo que se está haciendo en las escuelas para combatir los prejuicios y la intolerancia?
Un problema grave, al menos en preparatorias de la UADY e incorporadas, ha sido la estandarización de la planeación educativa: todos los profesores tienen que impartir exactamente los mismos contenidos y realizar las mismas actividades de aprendizaje. Si bien la medida busca mejorar el trabajo en academia, la poca flexibilidad deja poco margen para la improvisación o para la corrección. La planificación excesiva ha venido a limitar en vez de potenciar; la creatividad del profesor merma ante un riguroso calendario con fechas de entrega y de reportes.
De la mano con esto, muchos profesores deciden no entrar en “temas polémicos”, evitar “asuntos delicados”, de manera tal que prefieren ceñirse estrictamente a los contenidos de sus asignaturas y apagan de tajo cualquier inquietud de sus estudiantes. Ya sea por evitar conflictos con padres y madres de familia o con las direcciones de sus escuelas, ya sea por miedo a la discusión grupal o al debate, lo cierto es que muchos maestros están prefiriendo una educación totalmente inofensiva y políticamente correcta. Ya no se planea en el aula nada que provoque, que mueva, que sacuda o que cimbre nuestro cómodo tapete de verdades preconcebidas.
Ahora bien, si la educación no nos está sirviendo para cambiar conciencias, deshacer prejuicios o poner en perspectiva la manera individual de pensar; si no hay contrastes o trabajo reflexivo a través de puntos de vista distintos al nuestro ¿para qué nos está sirviendo la educación y qué estamos haciendo como docentes? Si no conseguimos que haya cambios de una generación a otra, si al final del día el hijo va a ser copia y calca de su padre, entonces estamos haciendo nada. Y ya va siendo hora de que entendamos que la educación no es tarea exclusiva de las familias.
Necesitamos que en educación básica se incorporen asignaturas que fomenten la comprensión del otro, la conciencia social, la empatía, el relativismo cultural. Hay que enseñar historia de las religiones, filosofía para niños, literatura, nociones de antropología. Sólo así, mostrando la pluralidad, la riqueza y la diversidad del mundo podremos formar ciudadanos que al menos se den cuenta que el mundo no empieza ni termina en la propia burbuja de la ignorancia.