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Opinión

Yucatán, entre la falsa seguridad y la severa vigilancia

Ricardo Andrade Jardí

 

No es lo mismo garantizar la seguridad de las y los ciudadanos, lo que es una obligación, en la democracia burguesa, del mandato otorgado por los votantes a sus gobernantes, que vigilar a los y las ciudadanas para controlar y garantizar la impunidad de los cuerpos represivos del Estado cuando éstos cometen actos de presunto delito.

El panismo local hace gala de eso que lo caracteriza que es, entre otras cosas, la privatización y elitismo clasista del espacio público. Lo popular les molesta en la médula de su constitución burguesa. El Estado gobernado por el misógino Mauricio Vila, amigo de AMLO, es una de las entidades federativas que más impuestos “nuevos” cobra a sus gobernados en el año que marca el inicio de la tercera década del siglo XXI. Casi hasta por respirar quieren cobrarnos impuestos y supuestos derechos al mismo tiempo que cierran para su “renovación” espacios públicos que pronto dejarán de serlo.

Pero quizás el ejemplo más claro de cómo se presenta la nueva década bajo la sombra de la doble moral panista de Yucatán y de la muy inmoral y medieval ciudad de Mérida, donde tenemos uno de los peores y más peligrosos transportes públicos de México y posiblemente del continente, son los intentos de cobrarnos, a través del recibo de luz, servicio que proporciona la Comisión Federal de Electricidad (CFE) organismo federal que hoy dirige, otro no menos dudoso e inmoral personaje del salinismo, ex Secretario de Gobernación y ex Gobernador PRIvatizador del Estado de Puebla: Manuel Bartlett, es el impuesto o derecho de seguridad con el que se pretenden financiar las cámaras de vigilancia con las que se nos dice se garantizará nuestra seguridad. Podemos suponer, por las diferentes experiencias y acontecimientos a nivel nacional y local, que no se busca en el fondo garantizar la seguridad, pues para eso hacen falta otras cosas y en primera instancia cuestionar y modificar el desigual sistema económico y político que genera la inseguridad, es decir: el capitalismo mismo, lo que sabemos no es una intención de quienes nos gobiernan en este estado, pues son los beneficiados y herederos históricos de un sistema político-social patriarcal que se funda en la injusticia desde su imposición colonial.

Las cámaras de vigilancia, como su nombre lo dice, no buscan ofrecer seguridad, sino justamente vigilar a la ciudadanía como el ojo del gran hermano de la profética novela de George Orwell “1984”. Se puede intuir que se trata, más que de un instrumento para proporcionar seguridad, de una herramienta de severa vigilancia y control social para reprimir y criminalizar el legítimo derecho a la protesta social. Así mismo serán utilizadas, dichas cámaras, siempre en beneficio de garantizar la impunidad de la “autoridad” cuando ésta sea la que comete el presunto delito, como ya se hace en los casos de accidentes de tránsito o extorsión, donde la policía local o estatal se ve involucrada y se niega a la víctima o los demandantes el acceso al registro de esas cámaras, como ya sucede en algunos casos en Yucatán, o en el brutal crimen de Estado cometido contra los estudiantes normalistas de Ayotzinapa, por ejemplo. Pero lo más patético del asunto es que se pretenda cobrar un “derecho o impuesto” nuevo a quienes ya de por sí pagamos por una seguridad de maquillaje en una ciudad y un estado donde por ahora no nos matan las balas, pero nos mata la impunidad y la corrupción privada e institucional con políticas de movilidad que no son para nada amables, por mucho que quieran vendernos la mentira de que aquí no pasa nada. Basta subirse al transporte público o a una bicicleta para que la burbuja de la seguridad desaparezca. Si el Estado quiere jugar al vigilante no estaría mal que sus juguetitos (cámaras de vigilancia) las pagaran Renán Barrera y Mauricio Vila, con sus ofensivos salarios, pero que no pretendan que seamos las y los ciudadanos los que les paguemos la severa y opresiva vigilancia que nos oferta como una garantía de seguridad: que es en realidad una farsa a punto de reventar también en Yucatán, empezando por la medieval Mérida.

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