Opinión

Un relato cercano

Cristóbal León Campos*

Me resulta difícil ahora hablar de la vez primera que la muerte asomó por algún girón de mí conciencia, creo, según el parecer racional, que no se trata de una negación cargada de dolor, pudiera ser en sí, la ausencia inmediata del recuerdo primero. Sin embargo, lo que no escapa de la memoria ni un sólo día desde hace ya casi diez años, es aquella llamada del domingo 24 de octubre del 2010, cuando en voz de su hermana mayor, me enteré de la muerte de Pedro.

Nos conocimos diez años atrás, en septiembre del año 2000, al ingresar a la Universidad a estudiar Antropología e Historia respectivamente. El, dedicado como siempre fue, venía de estudiar en el Seminario y haber truncado su formación sacerdotal. Nos reconocimos desde los primeros días, la amistad que se formó encontró en las discrepancias su mayor virtud.

No coincidíamos en nuestras concepciones políticas, pero ambos deseábamos en formas paralelas una mejor sociedad sin injusticia y opresión, largas jornadas pasamos discutiendo sin lograr que alguno convenciera al otro, éramos equidistantes en el mismo camino, pero teníamos en común el desprecio irrenunciable ante las figuras de autocomplacencia y adulación que tanto abundan en las academias. En los años vividos, compartimos lo que toda buena amistad; días de alegría y dolor; viajes; algunas querellas con mañosos y cínicos; ilusiones y esperanza; pero, sobre todo, una honestidad inquebrantable puesta a prueba al extremo que cimentó el rumbo del respeto y cariño que nos profesamos.

Las rutas equidistantes de nuestras voluntades se tornaron el hilo tensionado que perpetuó la amistad, cada vez que Pedro regresaba a Mérida en las vacaciones después de avanzar en sus estudios de posgrado, nos reuníamos en el bar “Leoncitos” o en la desaparecida cantina “El Gato Negro”, ahí, la puesta al día afinaba los detalles que las llamadas de larga distancia o la correspondencia no permiten. Por mi parte, aún tengo pendiente conocer en persona a su hija y abrazar en duelo a su ex mujer, a quien apenas saludé en pocas ocasiones.

Todavía suelo lagrimar cuando le recuerdo, tan sólo día y medio de la trágica llamada, conversamos en varias ocasiones por teléfono sobre asuntos laborales y familiares, teníamos planes compartidos, entre ellos, el cuaderno Disyuntivas, que vio la luz meses después de su partida. Ese viernes me despedí de él, sin saber que había decidido eternizar su viaje programado a la Ciudad de México, intercambiando el tiempo con que medimos una semana por aquella insustancial expresión que dice “para siempre”.

Pedro se suicidó en el desamparo de su agonía, una larga depresión lo atormentaba desde hacía mucho, no hubo forma de intercambiar su dolor por el mío; el nuestro. El suicidio es tan silencioso y penetrante que aún no aprendemos a tratarlo sin prejuicios; nos cuesta incluso entender que los recuerdos vivos son abrazos que la memoria nos da en instantes de soledad. Poco he escrito de Pedro, quizás sea ya la hora de romper el silencio que resguarda el sentimiento vivido.

A pesar de que con los años dejé de frecuentar aquellos sitios donde conversábamos, sigo brindando en los rincones de la bohemia en la distancia, por la amistad sincera que me otorgó en los claroscuros instantes que compartimos.

*Integrante del Colectivo Disyuntivas