Opinión

Iván de la Nuez

En materia cultural, lo que estamos viviendo con la pandemia no es el principio de nada, sino el colofón de todo. (Pongamos “casi” antes que “nada” y “todo” para dejar constancia de que aquí pernocta un alma ponderada).

Así que, cuando hablemos del nuevo mundo que emergerá de la crisis, y de cómo lo afrontarán artistas e intelectuales, valdría la pena detenerse en lo que estamos haciendo aquí y ahora, durante el confinamiento. Aunque sólo sea por eso de que en el poder siempre seremos peores que en la oposición.

¿Cuál es el prólogo que le estamos escribiendo a ese nuevo mundo llamado a desterrar las costumbres de la vieja cultura? Pues, la verdad es que no se nos ha ocurrido nada mejor que llevar al paroxismo la hiperproducción. Esa sobredosis de oferta propia de una política cultural que, en las tres últimas décadas, se ha ventilado simultáneamente cualquier atisbo de sociedad y cualquier atisbo de individualidad.

Lo que se está acabando de redondear, acelerado por el coronavirus, es el ciclo productivo que comenzó en 1989, cuando la nueva era global se instauró con aquel cambio de un PC (Partido Comunista) por otro PC (Personal Computer) que tanto me gusta repetir. A fin de cuentas, lo que se vino abajo con la debacle soviética no sólo fue un sistema político, una noción irreversible del futuro, una cultura igualitaria o una entronización absoluta del Estado, sino también –y sobre todo– un modo de producción. Desde entonces, Autoritarismo y Mercado han atornillado su alianza, bien representada por un modelo chino que ya rige en todo el planeta, incluido Occidente.

Si en 1989 el paso a la producción digital significó una mutación en el sentido del trabajo, en este 2020 la pandemia ha servido para afianzar una transformación en el espacio de ese trabajo. Hace treinta años se tiraban muros que dividían países. Hoy esos muros empiezan a levantarse otra vez, pero el departamento de derribos ha pasado a ocuparse de las fronteras que atomizaban el ámbito laboral y el doméstico. En 1989 millones de personas quedaron a la intemperie, una vez demolido el Estado vigilante y a la vez protector del comunismo. ¿Qué mejor paliativo, ahora, que hacer descansar la explotación en tu propia casa, con techo, sofá, Internet y a resguardo de cualquier cosa parecida a una comunidad?

Que sigamos vendiendo como ruptura una continuidad tan grave, disfrazándola además de progresismo, indica hasta qué punto el neoliberalismo somos nosotros mismos.

Que no nos hayamos enterado demuestra nuestra ignorancia. Y que lo sepamos, pero finjamos desconocerlo, refleja nuestro cinismo.