Iván de la Nuez
Cuando se calme (si es que se calma) esta pandemia, y una vez contados los muertos, tocará armar el puzle del nuevo mapamundi con los restos del desastre. ¿Cuál será el resultado de ese rompecabezas? ¿El de la distopía generalizada? ¿El de la vuelta al campo a la búsqueda de la condición post-urbana? ¿El de las fronteras realzadas? ¿El de la entronización del modelo chino? ¿El de Occidente como un parque temático de la democracia liberal? ¿Una mezcla de todo?
Sea cual sea el nuevo dibujo, parece que la palabra “recuperación” habrá que desecharla. Y que hablar del mundo antiguamente conocido como globalización será tan eufemístico como seguirle llamando Revolución al Estado formal emanado de esta (Incluso Lenin tendrá sus vigencias).
Mientras le daba vueltas a estas dudas, me preguntaba si esta crisis no tendría dimensiones parecidas, o superiores, a la implosión del Comunismo. (Aquel 1989, que hasta ahora se mantenía en el número uno del ranking como parteaguas fundamental de los hijos de la Guerra Fría). No es descabellada esta sospecha, sobre todo si consideramos que, con la debacle soviética, no sólo se vino abajo un sistema político, sino también un modo de producción (Basadas en el trabajo analógico, las dictaduras del proletariado se hundieron en Europa justo cuando despegó Microsoft).
Todo apunta a que, mientras nos empeñamos en levantar muros por todos lados entre naciones, después de la pandemia se habrá debilitado, aún más, la frontera entre el ámbito laboral y el doméstico. ¿Vale la pena, en un mundo cada vez más tecnológico, seguir trabajando como antaño? ¿Es necesario seguir fichando con una tarjeta cada día con intervalos puntuales para fumar o comer?
Por otra parte, es muy probable que después del coronavirus se afiance una mutación que ya se venía dando en el consumo; da igual si es de alimentos o de cultura, esas dos comidas que no siempre confluyen. No hará falta que los consumidores vayan a los museos o a la panadería, si el pan y el arte pueden venir hasta tu casa.
Una dinámica bien ensayada en tiempos de pandemia, durante los cuales cientos de editoriales han ofrecido sus libros electrónicos, los músicos sus conciertos caseros, maestros surgidos debajo de las piedras han ayudado en las tareas de niños cuyos padres no podían hacerlo. Hasta los canales de sexo por pago –tipo PornHub– ofrecieron gratis sus servicios de pago Premium y ya buscan alternativas para que nadie tenga que salir de casa para disfrutar de un sexo real o virtual más sofisticado.
El aislamiento ha supuesto una prisión domiciliaria a partir de la cual resulta muy difícil una huelga o una manifestación, abriendo el camino a un insondable intercambio en el que casi siempre estará presente el mercado y casi nunca el Estado. Pero también ha puesto sobre la mesa la disyuntiva entre las democracias liberales (más bien neoliberales) y el modelo chino (o parecidos). En uno u otro caso, lo que queda claro es que una sociedad sin una sanidad pública fuerte y sin una medicina social verdadera, difícilmente podrá afrontar virus de esta envergadura. El coronavirus ha puesto contra las cuerdas a las políticas de privatización de la salud y nos demuestra que –desde Internet hasta un medicamento– convertir un derecho en un negocio se acaba pagando con miles de vidas.
Porque, a fin de cuentas, lo más terrible de este virus son esos miles de muertos que no vamos a recuperar, la mayoría de los cuales trabajaron bien duro para legarnos el mundo en que vivimos. Los supervivientes les deberán algún aprendizaje o, por lo menos, la conjura de no seguir abonando el campo para que triunfen esta y las siguientes pandemias.
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