María Rivera
Escribo esta columna pensando en los fallecimientos de miles de personas que han ocurrido estas semanas. En esas miles de tragedias que están ocurriendo en el país, en las familias, heridas por la pérdida de sus seres queridos. Son días trágicos para el mundo. La catástrofe del coronavirus que llegó a nuestras vidas con una velocidad impresionante, desde Wuhan a todos los países del globo, nos convirtió en una especie acosada por una amenaza invisible, pero fatalmente constatable en los hospitales donde cientos de personas se debaten entre la vida y la muerte, mientras escribo estas líneas.
Hoy pensaba justamente en el estado de terrible vulnerabilidad en el que nos hallamos, sin certezas ante un futuro lleno de zozobra, ya sea por la enfermedad o por la pobreza que nos acecha: el desempleo y una crisis económica de consecuencias catastróficas. La tormenta que se avecina como un vendaval cuando reabran las ciudades a ciegas, si no hacen pruebas de detección, ni rastreo de casos, por la obstinación del Presidente de no gastar en ellas, desechando criminalmente la única herramienta que ha funcionado en países que van delante de nosotros. La terrible irresponsabilidad de exponer a millones a un enemigo que no se ha ido y no se irá hasta que nos volvamos inmunes a través de una vacuna o nos quedemos confinados para protegernos a nosotros y a los nuestros. Los niños que solían asistir a la escuela, socializar, encerrados en casa. Los niños que ahora sabemos corren más riesgos de enfermar severamente y morir, como una angustia adicional, ¿cómo podrán volver a las escuelas si no hay filtro capaz de detectar casos asintomáticos y si basta con un niño contagiado en un espacio reducido, con otros 30 niños, por menos de una hora, para contagiar a otros?, ¿en serio cree el Secretario de Educación que con una carta firmada por los padres podrá detener el contagio de un virus capaz de crear una pandemia en menos de seis meses, esto es, colonizar el mundo entero?, ¿seguirán pensando que no existen los casos asintomáticos y, peor aún, pensando que no son contagiosos o dicho de otra manera, seguirán desconociendo deliberadamente la naturaleza del virus? Preguntas que hay que hacerle a las autoridades antes de que decidan exponer la vida de niños por la negativa de gastar en la única herramienta que podría protegerlos, a ellos y a sus familias, como son las pruebas de detección y el rastreo de casos capaces de detectar brotes y contenerlos, ¿hasta dónde llegará la irresponsabilidad estatal, mandaremos a los niños a la escuela para que se contagien y contagien a familias enteras que después rebasarán los hospitales para que los gobernantes puedan aplicar nuevamente el semáforo rojo? ¿Cuántos perderán la vida para activar ese semáforo? ¿Cuántas tragedias innecesarias y prevenibles tendrán que vivir los mexicanos?
Perder el trabajo, no poder realizarlo, haber perdido oportunidades. Una crisis generalizada, además, como la segunda parte de las tristes calamidades de estos tiempos. Es difícil no desanimarse, querido lector, si uno piensa detenidamente en lo que ocurre. Si a este escenario mundial uno le suma un Gobierno incapaz de lidiar con la realidad, encaprichado con llevar a cabo proyectos que el tiempo ha vuelto inviables, carente de empatía con la tragedia nacional, empeñado en destruir al sector artístico, cultural y científico, no queda mucho de dónde asirse: pura tristeza. Artistas que están quedándose en la calle, que además debido al recorte presupuestal del 75 por ciento del presupuesto serán despedidos o ya no serán contratados, perderán su fuente de ingresos, ¿qué harán? Increíblemente, el Presidente decidió que éste era el momento de ahorrar, dejar sin trabajo a miles de personas, como si la pandemia no fuera ya suficiente con sus propios efectos: artistas en el desempleo, estudiantes de escasos recursos que se quedaron sin becas en centros educativos públicos, músicos desesperados que recorren las calles con sus melodías tristísimas, todas las lágrimas del corazón atrincherado detrás de la puerta cerrada. Ningún ingreso universal, sólo un tren y una refinería que marchan, a todo vapor, en los sueños febriles del Presidente. Destruir el Estado, dejarlo en los huesos y después recortarle los muñones: esa parece su encomienda. Ni un gramo de empatía para la gente, que vive atrincherada o sencillamente exponiéndose porque no hay de otra. La culpa de los que nos quedamos en casa mientras otros se exponen por nosotros. La cruel e injusta pobreza, los escalones sociales donde unos sobreviven y otros exponen sus vidas. La gente que no puede pagar el recibo de luz que llegó más caro que nunca, la gente descubriendo que a la calamidad de una enfermedad mortal y contagiosa se sumó otra: la calamidad de un gobernante capaz de anhelar salir de gira mientras los cuerpos de personas se amontonan en camiones refrigerantes, esperan su turno para ser reducidos a cenizas, a unos cuantos kilómetros del palacio donde vive, constantemente dedicado a atacar a la prensa, a descreditarla, usando los aparatos del Estado como fuerzas de choque y a sus benditas redes sociales para linchar a periodistas que los denuncian.
Así estamos todos, sobreviviendo, más o menos afectados por una cosa o por la otra, querido lector. La zozobra de nuestras vidas, las consecuencias de la combinación de los gobiernos con una emergencia mundial inédita, a algunos países les sonríe, a otros los aterra, ¿a quiénes pusimos a gobernarnos?
Mientras, personas fallecen, personas que no debían morir, que apenas hace unas semanas estaban rebosantes de vida, que tenían hijos, esposas, madres. Familias completas enfermas. Personas que tenían palabras y en ocasiones, bellas y estrictas, como las de la poesía, que entregaron su vida a la caza de intuiciones donde colocar el aliento que nos sobrevive a todos, poetas que dejaron en unas cuantas páginas su voz resonando para los que vendrán: esos espejos donde nos reconocemos en lo más íntimo que tenemos: nuestros anhelos y dolores, que se fueron llenos de vida, pero cantaron por el milagro de vivir, contra todo. La poesía como una forma inesperada de sobrevivencia del espíritu humano, que no mide ningún indicador político, hacedores que con palabras iluminan el mundo, escriben, desinteresadamente, para los otros: son camino y recorrido, piedra de sonido, como lo es la obra del poeta Edgar Mena, quien trágicamente falleció, a los 42 años en Naucalpan, y que apenas hace unos días daba una entrevista sobre su último libro, recién publicado Miel para los rebaños y leía su obra de manera virtual. Fue ganador de los premios de poesía José Emilio Pacheco, Casa del Lago y Punto de Partida y publicó, además, los libros Alivio de los puertos, Cántaro y Soy de tus manos.
Sus lectores, amigos y familia lo lloran estos días: la poesía también. Estoy segura, sin embargo, que ésta sabrá guardarlo cuando todo esto pase, nos quede la imbatible fuerza de las hermosas y necesarias palabras, para sobrevivir, sobrevivir a todo; tal es la verdadera naturaleza del alma humana.
(SIN EMBARGO.MX)