Alberto Híjar Serrano
Degradar el lenguaje hasta reducirlo a un repertorio mínimo de palabras abreviadas y verbos derivados de la tecnología electrónica incluyendo sus iconos disponibles en las redes sociales, forma parte del operativo cultural iniciado en los setenta con los planes Camelot, Colony y Simpático, con recursos como Life en Español y Selecciones distribuidos en toda América. A la par, escritores y poetas cultivados desde Washington por la Unión Panamericana con José Gómez Sicre al frente, fueron seducidos con exposiciones, coloquios en lugares paradisiacos, publicaciones como la revista Mundo Nuevo, becas y reportajes de sus obras. El analfabetismo funcional tuvo como agentes al cine y las series de televisión enaltecedoras de policías y detectives muy variados: jóvenes brutales como Starsky and Hutch o los de Miami Vice, ciegos, ancianas, parejas de hombres o mujeres, los Angeles de Charly, forenses, “psíquicos”, todos presentados como héroes. Hollywood aportó una épica imperialista en combate contra el mal, hasta fin de siglo ubicado en la URSS y luego en China, Vietnam, Irán y Afganistán, Sudamérica y, claro, Cuba. Hay secuencias memorables como la de Rambo cosiéndose una herida en el brazo para salir disparando contra tropas comunistas de tierra y aire, hasta derrotarlas para terminar triunfante compartiendo con un nativo en la tradición de Gunga Dinh, aquel adolescente hindú del lado de los ingleses, igual de traidor que los Niños de Cajonos, espías de los españoles invasores, beatificados por la Santa Madre Iglesia para sumarse a Juan Diego en su misión evangelizadora. Bien dice el Manifiesto del Tercer Cine de los setenta, que una buena manera de entender al colonialismo es reflexionando las películas de Tarzán.
Ahora, le urge al imperialismo, local y mundial, reabrir empresas como Walmart, la de mayores ganancias en el mundo. Las llama “esenciales”. Los tianguis resisten como autodefensa popular instintiva y salvaje. Abundan en ellos las camisetas en inglés con letreros y marcas lucidos con orgullo, para completar el atuendo rematado con tenis “de marca” que deforman los pies hasta obligar a su uso de por vida.
El caso es que en un coloquio electrónico sobre muralismo, un grafitero concluyó declarando su repudio a nombrar hechos y situaciones, en total coherencia inconsciente con las letras redondeadas y los trazos con los sprays, para reducir la comunicación a su secta ante el repudio de los caseros y comerciantes atacados. En efecto, los grafiteros respetan bancos y oficinas de gobierno a cambio del clandestinaje fácil. Hay semejanza entre sistemas de signos sustitutos de lenguaje articulado, con el analfabetismo universitario que me hace guardar una hoja de los recados intercambiados por una pareja de asistentes a una conferencia magistral en el Tec de Monterrey. Las abreviaturas y los iconos resultan ininteligibles para quienes no frecuentamos el uso de teléfonos móviles en sustitución de la escritura como tal. Hay relaciones de parentesco transclasistas entre estos universitarios y los que creen cualquier mensaje del orden de que el coronavirus es como el chupacabras, lo usa el gobierno que exige cuota de sesenta muertos diarios a las alcaldías y los municipios, lo cual explica la “sanitización” como rociado de espacios públicos que así reciben los virus. Hay mensajes electrónicos afirmando que los hospitalizados son aislados de sus familiares para extraerles el líquido de las rodillas, sobretodo el de la izquierda que vale cien mil pesos. Hay más fake news como la conspiración china de Trump, hoy repudiado por racista y déspota. Por tanto, duro contra las brigadas sanitarias y todos los de bata blanca o uniforme hospitalario, todo lo cual ha exigido homenajear como héroes a quienes se juegan la vida en su ardua jornada de trabajo. Manipuladores de las redes sociales y periodistas al servicio de los empresarios más voraces y criminales ofrecen falsas noticias en los medios sostenidos por su propaganda pagada y por consorcios tan poderosos como Televisa y TV Azteca-Elektra. Son capaces de ordenar ceses masivos de trabajadores a la par de otorgar nombramientos para satisfacer los sueños de egresados de escuelas técnicas de universidades formadoras de creyentes ciegos, sordos y mudos ante la exigencia de productividad mercantil y financiera. Pobres diablos orgullosos de participar de estos infames poderes.
Decía Marcelino Perelló, dirigente estudiantil de la Facultad de Ciencias en 1968, que es imposible que algún oriental se llame John o Mary porque las invasiones inglesas, belgas, holandesas, francesas, japonesas y yanquis, no lograron privarlos de su derecho a nombrar personas y lugares, alimentos y herramientas, de manera distinta al exterminio de hablantes indígenas y a la imposición de nombres a personas y lugares con todo y usos y costumbres de religiosidades adaptadas para cumplir con éxito la invasión española, apenas negociada con el apellido a pueblos y comunidades como Santa María Tonanzintla. El Estado y las universidades exaltan con títulos como signos de grandeza que van del licenciado al doctor, al maestro emérito, al doctor honoris causa y hay quien dedica su vida para obtener uno de estos nombramientos. El saber popular opina al respecto: lo doctor no quita lo pendejo.
El año denominado Leona Vicario, por el gobierno, pasó al olvido salvo en el membrete de los oficios de Estado. Nada que favorezca la conciencia nacional y su historia, salvo en la programación de los canales culturales incluyentes de documentales y películas, algunas sobre crímenes de Estado en México y el Cono Sur. Conciertos y saludos musicales, homenajes comunitarios a los trabajadores de la salud, acompañan la insuficiente educación a distancia inaccesible para quienes carecen de energía eléctrica y teléfonos móviles. El federalismo permite abusos de gobiernos como el de Aguascalientes, transmisor de la moral cristera y sus valores a los estudiantes de primaria y secundaria.
Por tanto, ocupemos las redes sociales como lo hace, por ejemplo, El Zenzontle, incluyente de excelente poesía siempre necesaria. Nombremos a las cosas, la gente, las historias y los lugares más allá de sus abreviaturas y códigos institucionales. En el principio fue el verbo: digamos socialismo, tránsito al socialismo penoso pero urgente.