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Opinión

Habemus Presidente, ¿por cuánto tiempo?

Jorge Zepeda Patterson

Desde hace 72 horas Andrés Manuel López Obrador ha estado operando en modo “Jefe de Estado”. No sólo por su desempeño en la visita a Washington, también por la actitud moderada e incluyente de los últimos días. En la mañanera del viernes, la única celebrada tras su retorno, AMLO exhibió al estadista que se asomó en los discursos del día de la victoria el 1 de julio y, sobre todo, en el de la toma de posesión el 1 de diciembre. Un Presidente para todos los mexicanos y no sólo para los más necesitados. Por ningún lado apareció el líder rijoso de la fracción 4T convencido de que la única manera de impulsar su agenda es confrontando y descalificando a los que no coinciden con él. Por primera vez en muchas semanas no pronunció la palabra neoliberal o conservador, no se quejó de los adversarios, del diario Reforma, de los periodistas o del cochinero que le dejaron. Por el contrario, cuestionado sobre las declaraciones de Trump respecto del muro, insistió en que la única manera de avanzar es la búsqueda del beneficio mutuo, aceptar las diferencias, pero concentrándose siempre en las coincidencias.

La mera posibilidad de que esa estrategia pudiera extenderse a todos los frentes abiertos cambiaría, para bien, la historia de este sexenio. Más aún, el mayor beneficiado sería el sector empobrecido que, con toda razón, obsesiona al Presidente.

Habría que insistir que los alcances del Gobierno para construir una sociedad más justa y menos desigual son muy limitados. Los subsidios masivos ayudan, pero no alcanzan para transformar la realidad. Tiene razón el mandatario cuando afirma que el crecimiento no basta para mejorar la situación de los pobres, pero lo contrario también es cierto: sin crecimiento no es posible erradicar la miseria. El boquete es demasiado grande para ser llenado simplemente con una administración pública menos corrupta o con recortes adicionales a un Gobierno que comienza a estar en los huesos.

Producir más no es suficiente, pero es indispensable. De la misma forma que la salud no basta para producir felicidad, pero ser feliz sin ella resulta poco menos que imposible. El sector privado (nacional y extranjero) es responsables del 75 por ciento de la producción del país; si la 4T no encuentra la manera de involucrar a los empresarios y un clima favorable a la activación de los negocios, los cambios habrán sido superficiales. Ni siquiera le quedará el consuelo de llevar a rango constitucional la obligación de ver por los pobres, los ancianos y los jóvenes. Como nos han mostrado los vaivenes sexenales, lo que un Congreso quita, otro otorga y viceversa.

Y por otro lado, el crecimiento no se consigue por decreto. Convertir a los empresarios en villanos (lo sean o no) como hace el Presidente en cada mañanera, simplemente los invita a retraerse. Frente a un clima adverso o desdeñoso, muchos de ellos han comenzado a optar por enconcharse, por detener planes e inversiones y esperar cuatro años. Los más indignados incluso van más allá y han empezado a reunirse para desarrollar estrategia de resistencia a las políticas de la 4T. Satanizarlos por eso no hace sino empeorar una polarización en la que perdemos todos.

Esto no significa claudicar en la agenda. El Presidente conciliador que vimos esta semana o en la primera de su Gobierno sería capaz de convencer a los factores de poder que el desequilibrio del sistema y el consiguiente riesgo de inestabilidad exigen ajustes mayores y obliga a pendular a favor del México marginado. El malestar de los sectores populares, la exasperación y la violencia están a flor de piel y eso lo sabemos todos.

En sus relaciones con Trump, López Obrador ha demostrado que existe en él un estadista que, por alguna razón, decidió no activar en sus relaciones con otros factores de poder. O viceversa, en lo referente a Estados Unidos mantuvo a raya al pendenciero que despliega ante la prensa o los empresarios. Muchos habrían esperado que en nombre del honor hubiera mandado a paseo al neoyorquino; nada más fácil. Por mucho menos que las humillaciones recibidas de parte de Trump, nuestro Presidente consiguió incordiarse con la Corona española. Sin embargo, nadie puede ignorar que la enemistad con Washington habría acarreado la miseria de muchos mexicanos o convertido en un infierno la vida en la frontera. Un ex abrupto de la Casa Blanca puede provocar la ruina de aguacateros en Michoacán, agro exportadores de Sinaloa o la de miles de trabajadores maquileros de todo el norte del país. Contra todo pronóstico, AMLO consiguió que la hostilidad proverbial de Trump no se tradujera en un daño mayor, obtuvo un nuevo tratado comercial e incluso otra actitud frente al tema migratorio.

Se dirá que el mandatario estadounidense actúa en razón de su propio interés electoral o que el Gobierno mexicano hizo concesiones respecto a la migración centroamericana. Sin duda, pero el hecho es que nuestro Presidente fue capaz de negociar lo más por lo menos con un interlocutor célebre en el mundo por su carácter caprichoso y abusivo. No es poca cosa.

La pregunta es, ¿por qué no ha hecho algo similar en otros frentes? ¿Por qué ante Trump se negocia a partir de las coincidencias y se dejan a un lado las diferencias, mientras que en política interna la consigna es un categórico y belicoso “si no están con la 4T están en contra”?

O quizá lo verdaderamente útil no es responder a esa pregunta, sino a la siguiente: ¿Es posible que los próximos cuatro años AMLO mantenga la actitud mostrada estos días y actúe como un Jefe de Estado capaz de negociar y gobernar para todos, en lugar de polarizar y dividir al país en buenos y malos?

Esta semana López Obrador alcanzó su mayor éxito en términos políticos en lo que va del sexenio. Él mismo lo sabe y se le nota. Lo consiguió dejando atrás cualquier asomo de soberbia y confrontación, y con mucha habilidad y conciliación.

Crucemos los dedos para que lo siga haciendo, en beneficio de él mismo, de los más desprotegidos y en esa medida, en beneficio de todo México.

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