Por Zheger Hay Harb
Acaba de morir Mercedes Barcha, la eterna compañera de Gabo, definitiva en la vida del Nobel. Ya sabía que estaba enferma pero su lucidez y las carcajadas cuando yo para alegrarla, en nuestra última conversación de hace dos días, le decía expresiones costeñas un poco subidas de tono para responder a sus preguntas sobre la política del país, me hacían olvidar que el espíritu por fuerte que sea no es inmune a las trampas del cuerpo.
Mercedes era ella por sí sola, una gran personalidad que le daba derecho a lanzar frases lapidarias sin cortapisas por la corrección política en privado pero al mismo tiempo con la discreción que su papel al lado de una figura pública con tanto reconocimiento como su marido se imponía. Siempre preservó con gran celo la intimidad de su familia, donde Gabo no era el nobel sino el esposo, papá y, desde hacía 34 años, abuelo juguetón y consentidor.
Sus hijos usaban como segundo apellido el suyo a diferencia de los de muchos famosos que usan los dos del padre buscando ser cobijados por su fama. Muchos de los compañeros de colegio de Rodrigo y Gonzalo se sorprendieron, años después de terminado el colegio, al saber de quien eran hijos. Igual ha ocurrido con los colegas de Rodrigo García, reconocido cineasta en Hollywood, hoy trabajando en la película basada en Cien Años de Soledad quien, en un discreto guiño a su padre pone a un personaje de una de sus películas a mencionar que está leyendo ese libro que lo catapultó a la fama.
También a mi me costaba trabajo conciliar la imagen de esa persona a quien veía en la confianza de su casa como un amigo de todos los días con la figura ante la cual vi a muchos famosos turbarse hasta perder el habla. La generosidad con que él y Mercedes me permitieron penetrar ese espacio guardado con tanto celo me hizo olvidar que estaba asilada y me brindó otro hogar lejos del mío con lo cual el exilio se convirtió en algo amable. El origen egipcio de Mercedes y el amor de ambos por la comida libanesa y en general esa cultura que sentían cercana fueron otros motivos más para acercarnos.
Ambos eran muy caribeños, conservaban ese espíritu festivo y con cierto sentido de la intrascendencia que lleva a los extraños a creer muy equivocadamente que estamos siempre bailando en una eterna nube de felicidad. A veces alusiones de Gabo mostraban que Mercedes fue siempre una referencia para que él recreara situaciones, expresiones, nombres de objetos y costumbres, a veces ya en desuso, que trasladaban el Caribe a sus novelas.
Muchas veces mi incomprensión ante la relación de Gabo con políticos colombianos me llevó a reprocharle con más fuerza de la que la amistad aconsejaba; mis palabras en esos casos no fueron precisamente prudentes para cualquiera a quien las hubiera dirigido, menos aún para una persona ante quien en general la gente se mostraba complaciente. Siempre en esos casos después del estallido temí que él no quisiera verme más o por lo menos no como una visitante tan asidua. Pero siempre, en todos los casos, Mercedes me llamaba “¿nena, no vienes hoy a almorzar?” y todo seguía como si nada. Por lo demás Gabo nunca llegó a disgustarse realmente.
Mercedes era, como decía Gabo, la contralora, para indicar cómo tenía en su cabeza las cuentas, la administración, el cuidado de su marido, de sus hijos y sus nietos, los amigos y el rencor eterno para los poquísimos que luego de que fueron admitidos en la intimidad violaron los códigos implícitos en esa confianza.
Se me fue Meche, esa amiga irreemplazable quien con modestia se definió como “Yo, Mercedes Barcha, la mujer de Gabo”.