Por Porfirio Muñoz Ledo
La conciencia pública del país despertó hace unas semanas con la sorpresa de que los gobernantes pueden ir a la cárcel durante o después de su mandato, mediante la aplicación estricta de la ley y la supresión del fuero. La Revolución Mexicana probó que todos podían ser asesinados. La costumbre se rompió cuando el General Calles fue cortésmente desterrado. El sistema político se institucionalizó mediante una red de complicidades heredadas: la tapadera sexenal. Fue así que ascendimos al primer premio como el país más corrupto de la OCDE y al pódium de los ganadores en América Latina.
Un nuevo régimen significa la separación entre lo público y lo privado, el fin del conflicto de intereses y la cancelación del soborno o “mordida” que nos hizo mundialmente célebres. El mayor acierto del discurso de AMLO fue colocar a la corrupción como el eje de los Grandes Problemas Nacionales. Su compromiso irrevocable es combatirla hacia dentro y hacia fuera “caiga quien caiga”. La voracidad y el prematuro futurismo destapados en las elecciones del 2021 por quienes pretenden llevarse la piñata completa. Los “ambiciosos vulgares” como él les llama.
Las transiciones democráticas se califican por lo que hacen con el pasado, lo que construyen en el presente y lo que preparan para el futuro. Las más exitosas deben ser revolucionarias, aunque por la vía pacífica. Radicales en la medida en que profundicen hasta las raíces. En la cloaca destapada de varios expresidentes, excandidatos, responsables hacendarios, legisladores tanto del PRI como del PAN y conversos morenistas que desde hace tiempo confunden el movimiento del pueblo con el del dinero.
No en balde jóvenes militantes y cuadros del partido evocan hoy –frente a los desmanes– la Corriente Democrática como médula de nuestros principios fundacionales. Exigen Estado de Derecho, ruptura del pacto de impunidad y restauración de la Moral Republicana. La Fiscalía General estrenará su autonomía en la búsqueda implacable de todos los culpables, según la estrategia magistral de Baltasar Garzón, quien ha exhibido las conexiones entre narcotráfico, estafas financieras, desfalco a las arcas públicas e inseguridad.
En los cambios verdaderos lo insólito se vuelve cotidiano. No por contagio, sino por coincidencia cronológica, han caído en investigaciones y castigos 21 presidentes de nuestra región. Tres de Guatemala, uno de El Salvador, otro de Panamá, cuatro del Perú –uno de los cuales se suicidó–, dos de Colombia, dos de Ecuador, cinco del Brasil y tres de México, casi todos relacionados con el caso de Odebrecht. Ultima aventura perniciosa de la etapa neoliberal en la que sucumbieron mayoritariamente gobiernos supuestamente progresistas.
Al final de la cadena toca hoy el turno a México. Nos encontramos en la exacta coyuntura para culminar de modo ejemplar este proceso. Culminar de modo ejemplar este episodio. Equipados por la legitimidad universalmente reconocida de un gobierno democrático, bajo la amenaza letal de pandemias y de crisis económicas, pero dispuesto a dotarse de una nueva constitucionalidad y compartir destino con nuestros hermanos del sur.