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Opinión

Democracia, Estado y poder

Democracia, Estado y poder no son sinónimos, sino las dos caras y el canto de la misma moneda. La democracia y el Estado fundados en el liberalismo son de los pocos elementos culturales que no fueron impuestos ni importados al Nuevo Mundo. Aunque hubo antecedentes, fue en Norteamérica donde mediante la Declaración de Independencia (1776) y la Constitución (1789) se conceptualizaron sus bases, se proclamó la primera república, fueron electos los gobernantes y prosperaron las nociones de soberanía popular y Estado de Derecho. Así, como fruto de la revolución nació el Estado moderno. 

Ilusión nació el Estado moderno. Sin embargo, América Latina es la región de Occidente donde más difícilmente se abre camino la democracia y menos consolidado se encuentran las instituciones estatales, elementos sin los cuales el progreso general no es posible. Todos los países desarrollados de Occidente son democracias y todas las democracias han logrado aceptables niveles de desarrollo. Ello es así no por razones políticas o ideológicas sino porque la democracia crea los ambientes en los cuales el talento, el ingenio, la creatividad y la tenacidad humana logran desplegarse de un modo más cabal. Las libertades ciudadanas y el ejercicio más o menos pleno de los derechos civiles, políticos y humanos, aun con limitaciones, son la base del progreso. Aunque la democracia es un fenómeno que posee esencias universales, se realiza a escala nacional, alimentándose de las peculiaridades y de los énfasis que le incorporan los liderazgos locales. No obstante, como ocurre con el derecho, la moral, la ética, la libertad, incluso la fe, existen estándares que han de estar presentes; entre otros figuran la institucionalidad estatal civil, laica y desideologizada. 

El marxismo, un pensamiento indiscutiblemente avanzado, erró al calificar al Estado como una horrible maquinaria y un arbitrario instrumento al servicio de las clases dominantes que disponía para el ejercicio del poder, principalmente de instrumentos represivos como jueces leyes y cárceles y que debía ser abolido o se extinguiría. Con ese punto de partida, los países del socialismo real reaccionaron frente a la institucionalidad que colocaba al Estado, un fruto de los procesos civilizatorios que evolucionó en el sentido del progreso, como un ente autónomo y capacitado para arbitrar entre los actores sociales, oponiendo una doctrina sobre la superestructura basada en el determinismo económico y la teoría de la lucha de clases que no logró hacerse justicia. Por una deliciosa paradoja, al convertir en estatal la economía y colocar a todas las estructuras sociales, incluidas las personas bajo la gestión, el dictado o el amparo del Estado, el socialismo real otorgó al ente que abominaba y cuya extinción profetizó, en el centro de su accionar. Nunca el Estado alcanzó más protagonismo que el que tuvo en aquellos países.

Al respecto es pertinente recordar que en la Constitución endosada por Vladimir Ilich Lenin en 1918 no se mencionó al partido, lo cual tampoco ocurrió en la de 1924, redactada debido a la creación de la URSS, ni se aludió en 1936 en la llamada Constitución de Joseph Stalin y fue acuñada por la de 1977 conocida como la de Leonid Brezhnev. Al respecto no debería omitirse el hecho de que Lenin nunca ocupó cargos en el Partido, excepto la condición de miembro del Buró Político, gobernando como Presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo. Ello se explica porque para el líder bolchevique el partido era una entidad política, una vanguardia y no un aparato de poder. Los gobernantes más talentosos, probos y respetables y aquellos que cosechan los mayores éxitos, son llamados estadistas. Ocurre así porque no importa cómo se le defina, el Estado es la encarnación del poder equilibrado y legítimo, más eficaz cuanto más democrático son los ambientes. “El Estado soy yo” es una expresión que exalta el autoritarismo, mientras: “Yo soy como el Estado” es todo lo contrario.

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