El historiador Yuval Noah señala en una de sus obras que el ser humano siempre ha estado amenazado y sufrido los estragos de tres dramas que reaparecen a lo largo del tiempo, de la historia: las guerras, el hambre y las epidemias.
Y, además, nos recuerda, que en las últimas décadas, las guerras felizmente cada vez dieron paso a la negociación y el acuerdo entre los líderes de las grandes potencias para espantar la eventualidad de una posible tercera conflagración mundial que seguramente hubiera sido definitiva para la existencia humana; el hambre, si bien no ha dejado de existir, ya no tuvo la dimensión del pasado donde pueblos enteros desaparecían o migraban buscando horizontes menos dramáticos, como todavía sucede hoy, especialmente desde regiones del África, Asia o Centroamérica y las epidemias, ese caballo de la apocalipsis, prácticamente habría tenido un freno con el avance de la ciencia médica, el que hoy en un tiempo récord, está produciendo las vacunas masivas contra la COVID-19.
O sea, el mundo, en las últimas décadas, se alejó de esas amenazas latentes y permitió lo que el profesor Samuel H. Huntington llamó a principios de los años noventa la “tercera ola democratizadora”, es decir, sociedades que se alejaron no sólo de los males crónicos de la humanidad, sino de regímenes totalitarios o dictatoriales para establecer el modelo democrático y cada día, estar más cerca de a máxima de que entre “países democráticos no se hacen la guerra y se colaboran entre sí”, porque, en esa lógica se privilegiaba la negociación y el acuerdo político, para resolver, si las hubiera, controversias entre las naciones.
Sin embargo, ese mundo, donde se abrió un espacio amplio para el ejercicio de las libertades públicas, no estuvo exento de tensiones bélicas, hambrunas y amenazas para la salud en segmentos de la población mundial. Todo lo contrario, después de la segunda guerra mundial ya no se escenificaron las guerras entre las grandes potencias, sino entre terceros países frecuentemente atizados por los intereses hegemónicos de la bipolaridad, el hambre fue una constante en amplias regiones de África y Asia y las epidemias, tomaron un nuevo vuelo, con la aparición del síndrome de inmune-insuficiencia adquirida (SIDA).
El virus que provoca el sida fue detectado en 1981 y se dijo en el medio científico, que tenía sus raíces en el mundo animal, concretamente que provenía de los chimpancés y se inoculaba vía zoonosis, es decir, por transmisión de fluidos orgánicos. Un parecido similar a lo que hoy sabemos de la COVID-19, sólo que, en este caso, se habla de murciélagos que habrían desarrollado el virus SARS-CoV-2 y que fue trasmitido aéreamente en primer lugar a la población de Wuhan, China, donde se conocieron los primeros casos en diciembre de 2019 para posteriormente irradiarse por todo el mundo. Y, hoy, los contagios se cuentan por decenas de millones y los fallecimientos por millones especialmente entre la población más vulnerable por edad, comorbilidades, pobreza.
La aparición del sida tuvo un efecto inmediato sobre el ánimo y la vida sexual de personas en los años locos de los setenta, que habrían alterado el patrón de las prácticas monogámicas y heterosexuales. Lo que dio pie para que se desarrollaran movimientos sociales que exigían el reconocimiento de los derechos humanos que se le habían conculcado largamente a las mujeres y los homosexuales en las sociedades democráticas avanzadas.
En esas circunstancias excepcionales aparecen los primeros casos de sida, o quizá a los que se les dio mediáticamente más importancia por la derecha conservadora norteamericana, porque antes se habían presentado casos en algunas regiones del África profunda, pero, estos, no tenían mayor visibilidad, como sí sucedió con la comunidad gay de la bahía de San Francisco.
Ahí, recordemos a Harvey Milk, un gay neoyorkino que se había trasladado a California para alejarse del conservadurismo y respirar un aire más libertario y contracultural, y encabezó muy pronto un movimiento social, a favor de los derechos homosexuales y esa lucha, que le costaría la vida en 1978, lo había llevado a postularse y convertirse en el primer concejal con una agenda gay en el país.
Sin embargo, la multiplicación de muertes de portadores del sida, no se circunscribió a las parejas gay, sino a las heterosexuales de todo el mundo, provocando miedo sobre todo porque no había una vacuna para contrarrestar está epidemia y hoy, todavía no existe, lo que significa temor por las muertes que ocurren cada año por este virus.
El miedo al contagio del sida tiene su correlato en la pérdida de libertades, ya no por limitaciones legales que en otro tiempo conculcaban el derecho de reunión y manifestación de los homosexuales, sino por lo incierto. De ese sentimiento de inseguridad, fragilidad, ante lo desconocido, lo que lleva a cambiar hábitos y rutinas, como una forma de protegerse y abstraerse de esa realidad. Pero, la realidad seguía y sigue ahí, palpitante, recordando intermitentemente a través de los medios de comunicación su existencia hasta un punto que se normaliza y llega a difuminarse como cualquier otra enfermedad, como con la gripa o el sarampión.
Y, en esas circunstancias, cuando ya se hablaba poco del sida, aparece el SARS-CoV-2, que está demostrado es un virus más extensivo y destructivo de vidas y que, además, no discrimina entre hombres y mujeres, jóvenes y viejos, ricos y pobres, blancos y negros, que, en menos de un año, se ha llevado y amenaza llevarse más seres humanos que guerras, hambrunas y otras epidemias.
El SARS-CoV-2 vino adosado nuevamente por el terror al contagio, representando un nuevo golpe a las libertades básicas: derecho de reunión face to face y tránsito por el llamado a permanecer confinados en casa por riesgo de castigo o el pedido a socializar sólo a través de las redes sociales; el derecho a la salud que depende sobre todo de que no se sature un sistema hospitalario que muestra carencias de personal e insumos; el derecho al empleo con un salario justo que se ha visto seriamente afectado y se calcula que en 2019, sólo en México, significó la pérdida de más de un millón 600 mil y muchos, de los que permanecieron a flote laboral, sufrieron reducciones salariales.
Finalmente, cerrando con Noah, el ciclo pandémico está ahí, ante nuestros ojos, es nuestra realidad cotidiana con nuestros enfermos y muertos, con sus desafíos en la economía y la sociedad, sólo esperemos que la ciencia se imponga y este virus no prospere en hambrunas localizadas y estas, a su vez, se conviertan en guerras por los recursos naturales. Sería el final de la tragedia, que hoy vivimos.
Por: Ernesto Hernández Norzagaray
SY