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Opinión

Geopolítica de los espías

Las invenciones y las innovaciones

La alianza entre Estados Unidos y la Unión Soviética en la II Guerra Mundial, aunque no exenta de tensiones, resultó fecunda y transparente y pudo ser un paradigma en todos los ámbitos, excepto en el nuclear. A pesar de ser su más importante y cabal aliado, el Presidente Roosevelt excluyó a la Unión Soviética del Proyecto Manhattan que, tal vez para corresponder al desaire, respondió con una eficaz gestión de espionaje atómico.

Colocar un espía en el Programa científico-militar más secreto, costoso y relevante de todos los tiempos, hubiera sido una hazaña, pero insertar más de media docena, es toda una desmesura.

En una conversación sobre geopolítica y misiles, el Dr. José Altshuler, una de las eminencias científicas cubanas del siglo XX y cuya amistad me honra, aludió a un artículo de la revista ISIS: “La arrogancia tecnófila y los estilos de espionaje durante la Guerra Fría” de Kristie Macrakis, historiadora estadounidense de las ciencias y profesora en la Escuela de Historia, Tecnología y Sociedad del Instituto de Tecnología de Georgia.

En el artículo, Macrakis refiere que: “Durante la Guerra Fría, Estados Unidos desarrolló un estilo de espionaje que reflejaba su amor por la tecnología (tecnofilia), mientras que la Unión Soviética cultivó la tradición de utilizar humanos para recolectar inteligencia”.

La URSS introdujo además a los “agentes ideológicos”, militantes y simpatizantes del comunismo que, para colaborar, incurrían en sacrificios sin reclamar retribución ni reconocimiento. Hay errores -me dijo un investigador estadounidense- que solo Estados Unidos, debido a su excesivo liberalismo, era capaz de cometer, uno de ellos fue confiar el Proyecto Manhattan, el operativo militar más secreto de todos los tiempos, a una élite de emigrados europeos y científicos estadounidenses de orientación socialista, algunos de los cuales, por simpatía o lealtad ideológica, pasaron información nuclear a la Unión Soviética.

El Proyecto Manhattan (I+D) fue una de las grandes proezas científicas, tecnológicas y militares del siglo XX. Partiendo de cero, en el mayor secreto, en 4 años, al costo de 2.000 millones de dólares (de entonces), en medio del desierto, cientos de científicos y unos 130.000 empleados, concibieron y fabricaron tres bombas atómicas, dos de las cuales fueron utilizadas contra Hiroshima y Nagasaki.

A pesar de adoptar medidas de seguridad extremas, entre ellas desplazar los laboratorios, talleres y campos experimentales de Nueva York al desierto de Nuevo México, hacer que científicos, ingenieros y trabajadores, el Congreso y el ejecutivo, incluso la prensa, aceptase reglas de autocensura y compartimentación extremas, Estados Unidos no pudo impedir la penetración de más de diez espías soviéticos en aquel empeño. Según se cree, el día del bombardeo a Hiroshima, no pasaban de 100 las personas que habían tenido acceso a información sobre la bomba atómica. Más de 200.000 hombres, incluidos científicos de renombre y altos jefes militares trabajaron en la oscuridad.

Entre quienes lo ignoraban todo, no estaba Stalin. Según el Presidente de Rusia, Vladímir Putin, que lo condecoró post mortem, el infiltrado que hizo el aporte más relevante al programa nuclear soviético, fue George Koval, nacido en Esta- dos Unidos de padre ruso, quien emigró a la URSS, donde fue reclutado por la KGB y, al servicio del soviet, retornó a su país y se vinculó al Proyecto Manhattan, transmitiendo información a la Unión Soviética.

Al no ser descubierto, cuando concluyó la guerra, Koval regresó a Rusia donde vivió el resto de su vida. Hasta que Putin reveló el secreto de Koval, se creía que el más importante espía atómico soviético había sido Klaus Fuchs, nacido alemán que, en 1941 entró en contacto con la embajada soviética en Londres para ofrecer información, cosa especialmente valiosa por su ubicación en el Proyecto Manhattan. Arrestado en 1950 fue procesado y condenado a 14 años de cárcel.

Otro relevante fue Theodore Hall, el científico más joven del Proyecto Manhattan, miembro de una organización estudiantil socialista en Harvard que, “casualmente”, tenía como compañero de cuarto a Saville Sax, hijo de inmigrantes rusos, que según se afirma, era ya un marxista convencido y lo reclutó, sirviéndole de contacto con Moscú. Había concluido ya la guerra cuando, en 1946, mediante el Proyecto Venona el FBI descubrió a otros espías a los cuales se sumaron algunos cuya actuación fue desclasificada a la caída de la Unión Soviética. Entre otros figuran Morris Cohen y su esposa Lorna, ambos norteamericanos de padres esclavos.

En 1937 Cohen se unió a las brigadas internacionales que combatieron por la República Española donde fue reclutado por la KGB. En 1941 se casó con Lorna, una militante del Partido Comunista de los Estados Unidos y sirvieron como correo a Theodore Hall, físico al servicio de la Unión Soviética, insertado en el Proyecto Manhattan.

En 1961 fueron descubiertos arrestados y condenados a 25 y 20 años respectivamente. En 1967 fueron intercambiados por un británico preso en la URSS. Los estadounidenses más célebres en el espionaje a favor de la Unión Soviética, aunque su participación fue dudosa e insignificante, fueron los esposos Ethel y Julius Rosenberg, un caso más notorio por la repulsa mundial a la desmesurada condena, que por haber realizado algún espionaje. Al matrimonio se vinculó David Greenglass, hermano de Ethel que, en un acto incalificable y confeso, mezcló a su hermana que nada tenía que ver con el caso, en un entuerto que le costó la vida. Esta relatoría es sólo una muestra del extraordinario trabajo de la inteligencia soviética que desempeñó un papel tras- cendental para dotar a su país de la bomba detonada en 1949.

Tanto la exclusión de la URSS del Proyecto Manhattan como el espionaje atómico soviético, no demeritan una alianza que salvó a la humanidad de enormes sufrimientos al derrotar de modo aplastante al fascismo hitleriano. Son cosas de la geopolítica. Allá nos vamos.

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jcl

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