Seiscientos indígenas embera-katíos, desplazados de sus comunidades por la guerra y las empresas mineras, se tomaron el parque nacional de Bogotá a finales del año 2021. La gente pasaba, se extrañaba, se molestaba de que ese hermoso parque en el centro de su ciudad se hubiera llenado de carpas, de niños casi desnudos, de madres casi niñas cargando a sus hijos, de fogones con ollas comunales para cocinar lo poco que iban consiguiendo. Algunos se condolían y les daban ayudas, organizaciones sociales se preocuparon por ellos, la alcaldía de Bogotá les prometía soluciones, y así fue pasando el tiempo y lo que se consideró al comienzo un escándalo inhumano por la miseria evidente de los ocupantes, se fue volviendo paisaje y la ocupación del parque se hizo invisible.
Los indígenas insistían en el cumplimiento de sus derechos y el regreso a sus comunidades en la selva del Pacífico, lluviosa y ardiente, a 38 grados, casi siempre bajo la lluvia. Cuando los ríos se crecen, cosa que ocurre cada año, sus chozas, precarias, caen abatidas por el torrente y los indígenas, a la intemperie, improvisan con hojas de plátano o bijao nuevas chozas donde medio guarecerse.
Siendo esto así ¿por qué alguien querría esas tierras con tanta avidez, hasta expulsar a sus originarios habitantes? Porque a sus indígenas les brinda apenas una precaria subsistencia pero a otros les ofrece un corredor expedito para el tránsito de ejércitos ilegales y su comercio ilícito. Además de quienes ven algo muy distinto a lo que perciben los ojos indígenas, porque su mirada codiciosa ve debajo de la tierra: el oro, el mismo que desbordó la codicia de los conquistadores, ahora es la maldición que les llevan las empresas mineras a pesar de que un juez de la República prohibiera en 2013 la explotación minera en las tierras de los embera-katíos.
Así que esos indígenas que tal vez nunca habían visto siquiera un bombillo eléctrico cruzaron el país buscando refugio, lo más lejos posible de sus atacantes, hasta llegar a la helada e inhóspita Bogotá donde la tela envolvente con que la “civilización” los ha llevado a cubrirse, es un escudo casi inexistente ante las frías temperaturas de la tierra que soñaban como refugio.
La presión de los líderes indígenas y de las organizaciones sociales lograron que el 6 de mayo firmaran con la Alcaldesa de Bogotá un acuerdo para que desocuparan el parque y se reubicaran en sitios que les brindarían. Pero el remedio fue solo un paliativo. El hacinamiento era inhumano, no todos cupieron allí, las condiciones insalubres violaban todos los códigos de humanidad. Y, sobre todo, no les posibilitaron regresar a sus hogares. Esa tierra carente de los beneficios al alcance en alguna medida del resto de los colombianos, pero su hogar al fin y al cabo. Donde no son mirados como extraños y la selva los arropa y les brinda el calor y la confianza de saberse en lo suyo.
Hasta que no pudieron más. El miércoles pasado, los indígenas llegaron hasta la Alcaldía y bloquearon las salidas para impedir la salida de los empleados para exigirle a la mandataria que les cumpliera la promesa escrita. Pero ella no se encontraba en el país. Los gestores de paz de la entidad salieron a recibirlos y a tratar de calmar los ánimos, pero ya la calma era algo ajeno a esa multitud desesperada. El Esmad (policía antidisturbios) se hizo presente aunque sin atacarlos, obedeciendo la política del nuevo gobierno de privilegiar el diálogo en caso de protestas, pero la situación se salió de control, con el resultado de indígenas, policías y gestores de paz heridos.
Cerca de ahí, en el atrio de la Catedral, las fotografías mostraron a un policía caído que se cubría la cabeza con las manos tratando de protegerse de los golpes de los indígenas. En la estación del sistema público de transporte -Trasmilenio- un video muestra a una policía atacada a palos.
Las imágenes filmadas desde balcones de los edificios son estremecedoras: una multitud con ropas multicolores distintas a las corrientes en Bogotá, armada con palos que blandía con gritos enfurecidos, y que, en un hecho extraño en las protestas sociales, no era perseguida por la Policía.
La Alcaldesa, desde el país donde se encontraba, manifestó su rechazo: “Es violencia inaceptable. Así como he denunciado y hecho judicializar abusos de miembros de la fuerza pública, haré lo propio con esto”. El presidente Gustavo Petro, por su parte, rechazó las agresiones a la fuerza pública y el ministro de Defensa dijo que los agresores debían ser judicializados.
En una coincidencia fatal, en momentos en que estos desmanes se producían, la bancada de gobierno en el Congreso adelantaba una propuesta para indultar y amnistiar, según el caso, a los procesados por las protestas multitudinarias que durante el gobierno anterior se realizaron en todo el país.
Las imágenes de los policías en el suelo, inermes, atacados a palo y la de la patrullera en Trasmilenio, soportando aterrada e indefensa los ataques, generan problemas a la política del Gobierno de transformar la Policía para que privilegie el diálogo en caso de protestas y que, el Ejército, en caso de bombardeos, verifique previamente, mediante labores de inteligencia, que no haya presencia de niños, como ha ocurrido en el pasado, donde los niños caídos bajo las bombas del Ejército, fueron calificados como “máquinas de matar” por el anterior ministro de Defensa.
El presidente Petro se comprometió con los embera-katío a cumplir los compromisos firmados incumplidos por el gobierno anterior y a garantizarles el regreso a su comunidad, con seguridad y desarrollo de su reserva en la selva. Lo difícil, en mi modesta opinión, va a ser la transformación de la Policía en una fuerza pacifista pero no pasiva. Con una ciudadanía acostumbrada a manifestar sus inconformidades, el Gobierno tiene que aprovechar su luna de miel para construirla.
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JG