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Opinión

La época, el país, el hombre

En América Latina, reino de la arbitrariedad política, cíclicamente asumen el poder ruidosos redentores que resultan de irrepetibles circunstancias históricas y de contradictorias influencias ideológicas: ilustrados, católicos, fi los socialistas que, carentes de “fijador”, duran tanto como la esperanza del pobre.

No importa si son generales o doctores, dictadores o demócratas, civiles o militares, violentos o persuasivos, los gobernantes populistas, ganan las guerras y pierden la paz. Solubles en palabras, se les recuerda por lo que dijeron que harían, no por lo que hicieron. También los hay diferentes.

Uno de ellos acaparó un segmento en la vida de un país de dimensiones indostánicas, inopia africana, carácter caribeño, cultura pseudo europea, historia latinoamericana e ínfulas gringas. Tal fue el entorno geográfico y el contexto cultural, diverso, mestizo e inequívocamente mediocre, en el cual nació, creció y gobernó El Mandatario.

La geografía de aquella tierra contiene todos los climas, accidentes y maravillas. Las riquezas son inmensas y la pobreza extrema. El oro, la plata y el petróleo son tantos que 500 años después abundan todavía. Las maderas preciosas se queman para que los árboles dejen ver el bosque, y los pastos, en lugar de alimentarlas, ahogan a las reses. De aquel mundo real–maravilloso nos tocó lo real.

La larga historia de turbulencias, dinastías e interregnos comenzó cuando la casualidad nos atravesó en el camino del Almirante, cuya llegada devino frontera. Nos quedamos sin pasado, cultura ni tradiciones. Todo comenzó de nuevo. Como éramos pocos, trajeron a otros, los negros que llegaron con lo único que no podían quitarles: lengua, música, ídolos, fantasías, angustias y frustraciones. Desde entonces fuimos: blancos, indios, negros, moros, amarillos, cholos y mulatos.

Al crecer, todo nos pareció injusto, certidumbre a la que llamamos, toma de conciencia. Tratamos de corregir la historia; la independencia fue el camino. Cuando tuvimos bandera, no teníamos país, sino un calendario lleno de efemérides patrias que aluden a batallas inolvidables que nadie recuerda, y un panteón nacional, plagado de héroes inmortales, curiosamente, todos muertos.

Algo se había logrado, teníamos conciencia nacional, lo cual exactamente significaba que no éramos naciones, tratamos de crearla. Ya no éramos de todas partes, sino de aquí y algún literato en estado de gracia, creó una bella expresión. “La unidad de lo diverso”. Mentira: unidad nunca hubo; diversidad demasiada.

El Mandatario aquel llegó al poder como por gravedad... No hizo como los burgueses que ignoran al proletariado ni como los comunistas que le proponen la dictadura, y tampoco habló de Reforma Agraria sino de revolución social. Nadie lo entendió, él tampoco. Su plataforma electoral era antipolítica y, en lugar de en las clases vivas, se apoyó en los preteridos de siempre, no porque fueran mejores, sino porque eran más.

La sociedad escuchó lo que nadie le había dicho. A una parte la puso frente a su tragedia; a la otra, ante sus inconsecuencias. No intentaron desmentirlo. Unos admitían que tenía razón, a otros les daba lo mismo, y las masas, entusiasmadas con su carisma y por sus promesas, como en revueltas anteriores, votaron por Él porque, aunque ignoraba las soluciones, al menos conocía los problemas...

El embajador americano le aconsejó: “Vaya a Washington”. Fue y habló con el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Con mil amores le prestaban 5 mil millones, cuatro delos cuáles se emplearían en pagar lo que ya debía, y el resto serviría para aplicar un programa de dolarización. Le pareció un mal negocio. Regresó con las manos vacías y nunca más creyó en el embajador americano.

Se fue a Europa y reclamó la plata de Potosí, el oro de México y del Perú, las maderas, las pieles y los salarios, las prestaciones y los subsidios dejados de abonar a los esclavos, se burlaron.

Encontró una firma interesada en las maderas del bosque tropical, se opusieron los ecologistas. No pudo represar los ríos para producir electricidad porque los países aguas abajo protestaron. Propuso comercializar pieles de pumas, iguanas y yacarés, así como plumas de cotorra, más los europeos boicotearon el proyecto. Quiso avanzar con la petroquímica, pero le advirtieron que era necesario mantener limpio el aire. Polemizó argumentando que el aire no es más importante que quienes lo respiran. Se enteró de que allá, en el Primer Mundo, donde se elabora el nuevo pensamiento y los mendigos tienen alto el colesterol, las boas son más importantes que los niños.

Así, con más paja que grano, llegó a los 100 días. Había durado demasiado dijo el Times; el Parlamento declaró terminada la luna de miel y lo interpeló. Invocó la Constitución y encontró que Él también tenía derechos, los usó, disolvió el Legislativo y proclamó un lema que sonó bárbaro: “¿Parlamento para qué?”.

Los pobres lo adoraban, los ricos lo demonizaron. Muchos pobres se aliaron a los ricos, ningún rico se alió con los pobres. El Ejército estaba inquieto, los empresarios aplicaban la retranca, los trabajadores iban a la huelga y los curas oraban para devolver el país al camino de la cordura, los bonzos sindicales culpaban al Gobierno, y la corrupción era indetenible. Era acompañado, no apoyado, bien elogiado y mal defendido. Se dejó provocar y se radicalizó, cada paso adelante era otro clavo en su ataúd.

No había amanecido cuando fue bruscamente despertado. Al abrir los ojos tenía ante ellos el cañón de una pistola. En ropa de dormir fue conducido a la cárcel. Por el camino, vio los tanques, era otro golpe, nada diferente... más de lo mismo. Recordó unas coplas de Alí Primera: “Quien no lo cambia todo, no cambia nada”.

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A propósito del arresto de Pedro Castillo, presidente de Perú. Fragmento de una novela escrita por el autor hace cerca de 30 años, que nunca se ha publicado.

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