La guerra en Ucrania, un conflicto por elección, en torno al cual ninguno de los actores: OTAN, Rusia, Estados Unidos y Ucrania, así como Gran Bretaña y Francia, tuvieron la lucidez y la responsabilidad necesaria para hacer su parte de la tarea de impedir un desenlace capaz de provocar un trastorno sistémico que ha convertido las relaciones internacionales en un rompecabezas global insoluble.
Para Estados Unidos y Rusia la guerra en Ucrania parece ser parte de estrategias asociadas a sus propias agendas, pensadas a favor de intereses propios, funcionales a la condición de superpotencias, sin considerar los perjuicios que ocasionan a la humanidad. Como para sumar oprobio al daño, Israel, una potencia menor, prohijada por Estados Unidos y temida por sus vecinos, pesca en río revuelto y como ayer lo hicieron los nazis contra los judíos con inaudita crueldad y total impunidad, procura en Gaza una solución final a su conflicto con los árabes.
A este contencioso, también electivo, se suman fuerzas no estatales, entre otros, Hezbollah y Hamás que son virtualmente incontrolables, entre otras cosas, por la precariedad institucional de los gobiernos respectivos, los resentimientos acumulados y, sobre todo, por los elementos confesionales que introducen variables irracionales.
Precisamente para que algo así no ocurriera, los líderes que condujeron la coalición antifascista, Frankli D. Roosevelt, Joseph Stalin y Winston Churchill, ganadores de la II Guerra Mundial, asistidos por excelentes diplomáticos y políticos, entre ellos los representantes de unos 20 Estados latinoamericanos, crearon la ONU a la cual dotaron de la Carta, el más importante documento jurídico de todos los tiempos y de excelentes instrumentos prácticos, entre ellos el Consejo de Seguridad, la Corte Internacional de Justicia e importantes agencias.
Al concebir la ONU y para completar una estructura global, los Tres Grandes sumaron a China con lo cual, no sólo se hizo justicia al papel del inmenso país en la lucha antijaponesa, sino que Asia quedó incluida y, según se afirma -a propuesta de Stalin-, se sumó a Francia, evitando así que la representación europea fuera monopolizada por Gran Bretaña, cuya vinculación a Estados Unidos era desequilibrante. Aunque la ausencia de un país emergente, que pudo ser México, le restó universalidad, los miembros permanentes del Consejo de Seguridad formaron el mejor equipo posible.
Para dotar al órgano mundial de un instrumento eficaz, se introdujo en la Carta el Capítulo VII que previó la creación de las Fuerzas Armadas de Naciones Unidas e introdujo la atribución para el uso de la fuerza contra los Estados cuyo comportamiento significara un peligro para la paz y la seguridad internacionales. El primero y hasta hoy más rotundo ejercicio de esa función fue la Guerra de Corea.
Al invalidar al Consejo de Seguridad, sus miembros permanentes, excepto China, han paralizado a las Naciones Unidos que no pueden actuar respecto a Ucrania y tampoco respecto a Palestina. En esa dinámica, como ya ocurrió en los años 30 del pasado siglo, cuando Alemania no pudo ser contenida, los escenarios internacionales vuelven a parecerse más a una selva que a una comunidad. No alcanzo a ver una solución de salida. Abundaré en ese desafortunado aspecto.