Como siempre en la vida, llega un momento en que balanceamos lo positivo y lo negativo de nuestro transcurrir, por lo menos desde nuestra íntima convicción personal, y estas fechas señeras y nostálgicas son una buena ocasión para hacerlo.
A pesar de las catástrofes internacionales y nacionales, los desastres que se advierten posibles y los estancamientos en lo que antes mirábamos como futuro promisorio, yo escojo la esperanza, no frase de cajón de mensajes de autoayuda, o la corrección política, sino porque mi experiencia personal me muestra las luces que los persistentes, los que nunca se dan por vencidos, los que van más allá del interés personal y se desmoronan y vuelven a recomponerse, van alcanzando en pequeños logros, escalando peldaños no muy altos, que dan tímidos frutos que a veces alcanzan una espléndida madurez.
No me refiero a la resignación del santo Job, ni a la fatalidad musulmana, ni a la convicción de algunos judíos que siguen creyendo que ganarán porque fueron elegidos por Dios. Hablo de quienes nunca pierden la esperanza. Y desde la convicción de que no hay pueblos elegidos, ni razas benditas o malditas, ni tierras prometidas, porque nadie puede prometer lo que sólo se puede ganar como fruto del trabajo, ni verdades absolutas sobre la condición humana.
Hablo de seres imperfectos que se empeñan en campañas generosas, más allá de su propio bienestar y que en ese camino, aunque llegan a reconocer sus propias debilidades, mantienen su propósito y la esperanza. Quienes en Colombia se han dedicado a buscar, no sólo los restos de sus seres queridos, sino de todos los que han sido víctimas del abuso de un Estado del que apenas conocieron su peor cara, pero que ahora lo han obligado a reconocer sus crímenes y a expedir leyes para evitar que sigan cometiéndose.
¿Cuánto tiempo llevan en esa tremenda labor que les ha exigido exhumar cadáveres, recorrer los parajes más escabrosos del país, estudiar las leyes que siempre los desestimaron, para enfrentarse a tribunales y algunas veces salir vencedores y con eso ir conquistando espacios hasta llegar a las más altas condenas de violadores de derechos humanos? ¿Desde la mitad del siglo pasado, años conocidos como de “la violencia” en Colombia? ¿O desde el exterminio de la Unión Patriótica (UP) surgida de un acuerdo de paz con la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en los años 80?
Y todavía persisten. Para fortalecer la esperanza: esos luchadores han logrado la condena del Estado por parte de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en el caso de la UP, que lo obligó a pedir perdón a sus sobrevivientes. Y la condena del Estado en el mismo tribunal por los torturados, asesinados y desparecidos en el holocausto del Palacio de Justicia en el 1985. Y la esperanza de todos los que han persistido en la lucha por la paz, que logró que esa guerrilla se desmovilizara con 13 mil combatientes y firmara un Acuerdo de Paz con el Estado, que persistan en mantenerse lejos de las armas, a pesar de que cada día se conocen más nombres de firmantes de ese pacto asesinados.
No es menor ejemplo de esperanza el que nos dan los jefes de esa organización que han debido mirarse, cara a cara con sus víctimas, en el espejo de las atrocidades que cometieron cuando estaban armados. Eso, de verse como ejecutores de la muerte cuando se consideraban a sí mismos abanderados de la lucha por un mundo mejor, debe ser un ejercicio doloroso.
Y la mayor esperanza: que el Gobierno nacional logrará una línea sostenida de concertación, sin los altibajos en que ahora se desempeña, que incluya a la mayoría de organizaciones y gremios, para avanzar en los grandes propósitos con que este primer Gobierno de izquierda de Colombia logró ganar la Presidencia de la República.