Estados Unidos e Israel pueden no estar involucrados en el atentado suicida ocurrido en Irán con motivo del aniversario de la muerte de Qasem Soleimani, entonces jefe de la Fuerza Quds de la Guardia Revolucionaria iraní, ultimado por Estados Unidos en el aeropuerto de Bagdad en el 2020, lo que no pueden es negar que sus políticas se benefician con el clima de feroz desunión que revela el brutal hecho.
Nunca en Irán, donde actúan corrientes políticas violentas, había ocurrido un acto terrorista de tal magnitud con el añadido de que, unas 30 horas después, por medio de Telegram, el Estado Islámico (EI o ISIS), la más violenta y repugnante de las organizaciones terroristas, heredera de Al-Qaeda, se lo atribuye, relata cómo fue realizado y mencione por sus nombres a los autores materiales del acto terrorista que dejó a unos 100 muertos y 200 heridos, entre ellos nueve niños.
No es novedad la hostilidad entre chiítas y sunitas y otras manifestaciones de la fe islámica, ni entre el Islam y otras confesiones. Lo nuevo, si es que puede hablarse en esos términos, son el sadismo y los extremos de crueldad evidenciados por el Estado Islámico, no solo contra Estados Unidos y Occidente en general, sino también contra Irán, donde ha operado durante años y contra Hamas y Hezbollah y su involucramiento en la mega conspiración contra Siria, así como su diabólica presencia en Irak. Curiosamente, esos extremismos nunca han incluido a Israel.
No se necesita de ningún olfato político para intuir que se trata simplemente de odio, un odio visceral e insaciable que emana de insalvables diferencias confesionales y de atavismos religiosos que solo tendrán fin cuando, de una vez por todas, la fe islámica logre liberarse de rencillas, surgidas hace miles de años, saldadas con brutalidad extrema y, por fin, la religión que mayoritariamente profesan los pueblos de Oriente Medio, Persia, África del Norte y Turquía, logre separarse de las prácticas y las luchas políticas que transitan mejor por vías electorales y por medio del debate civilizado. Democracia, le llaman.
El Islam que, en tanto modo de vivir la fe y expresión cultural, merece respeto y espacios en las diferentes sociedades, incluidas las occidentales, donde su práctica es admitida, no es la única religión que ha experimentado conflictos internos y confrontaciones violentas entre personas e instituciones que sustentan la misma fe, pero es la que más tarda en solucionarlas y la que dirime del modo más primitivo e inhumanamente absurdo sus diferencias.
Lo curioso de este acto terrorista, comparable por su escala con la voladura del Hotel Rey David en Palestina por terroristas judíos en el 1946, que ocasionó 92 muertos, es que no se realiza contra una persona o una institución, sino contra un muerto, un efectivo iraní fríamente ultimado por Estados Unidos que, hoy en Palestina se compromete con la masacre de un pueblo musulmán, y en el Mar Rojo se apresta a dar batalla a otros islamistas.
De hecho, el Estado Islámico, lo mismo que otros terroristas, trabajan para, con los mismos métodos, terminar la obra que otros comenzaron.
No se trata de que unos tengan razón y otros no, sino de parar la tendencia de tirios y troyanos, gentiles y judíos, romanos y ortodoxos, de apelar a la violencia extrema, incluyendo el terrorismo y los crímenes de Estado y las guerras, algunas de ellas como la que tiene lugar entre países eslavos, fratricida.
Una vez hubo un eje del mal, fue la entente fascista que ejecutó fríamente el Holocausto, no solo contra los judíos, sino también contra los eslavos, especialmente rusos y ucranianos, y contra todas las etnias y pueblos no arios, frente al cual se alzó una coalición que, liderada por Franklin D. Roosevelt, Joseph Stalin y Winston Churchill, liberales unos y comunistas otros, americanos, británicos, canadiense, australianos y latinoamericanos que juntaron esfuerzos para preservar a la humanidad del infernal destino que le deparaba el “milenio nazi”.
El atentado en Teherán, como antes lo fue el de Nueva York, el 11 de septiembre del 2001, o el de Madrid, en marzo del 2004, son expresión de malformaciones incompatibles con la condición humana.
No se trata ahora de una batalla de clases ni de ideologías, tampoco de confrontaciones para acumular poder o riquezas, sino de algo tan simple como la lucha entre el bien y el mal. La humanidad cuenta con las herramientas para poner fin a tales excesos. Basta con que líderes y estadistas de hoy se coloquen del lado correcto de la historia para conjurar la pesadilla.