Entre las grandes realizaciones civilizatorias de la época moderna figura el surgimiento de los estados nacionales, devenidos núcleo de los estados y ejes de los sistemas políticos. Con las revoluciones del siglo XVIII y las luchas por la independencia en Hispanoamérica, debutó la democracia moderna que, con luces y sombras, se propagó por Occidente y reina hoy en casi todo el mundo.
No obstante, a mediados del siglo XX, apenas poco más de 50 países disfrutaban de ella. Ellos fueron quienes, tras la derrota del fascismo formaron la ONU de las que se excluyeron los estados que constituyeron el eje fascista, entre otros Alemania, Japón, Bulgaria y Hungría. Las más de 50 colonias afroasiáticas de entonces carecían de la personalidad jurídica y los derechos alcanzados con la descolonización.
Después de la Paz de Westfalia, en el 1648, la Sociedad de Naciones (1921), a propuesta de las cinco potencias mundiales de entonces (Estados Unidos, Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia y China), a partir de un consenso todavía vigente, se creó la ONU en el 1945, la más eficaz de las organizaciones de estados que ha existido.
Con la Carta de la ONU, núcleo y esencia del derecho internacional contemporáneo, los estados nacionales, igualados en derechos, soberanos y autodeterminados, se convirtieron en los principales sujetos del Derecho Internacional.
Con los estados nacionales, en los cuales, con las peculiaridades de cada país, el poder se ejerce centralmente, desaparecieron la dispersión feudal y los cuerpos armados locales, las tribus perdieron relevancia, los caudillos locales fueron limitándose hasta casi desaparecer y, mal que bien, el mundo se ordenó sobre bases jurídicas significativamente apropiadas y funcionó aceptablemente bien.
Fue así en Occidente y parte significativa de Asia, incluyendo a China, Japón, India, el exImperio Ruso convertido en la Unión Soviética, que incluyó varios países de Asia Central, así como las excolonias afroasiáticas liberadas del yugo extranjero. Desafortunadamente, Oriente Medio quedó rezagado.
A los problemas endógenos de esa región, generadores de atraso institucional, sostén de formas antediluvianas de ejercer el poder ajenas a la democracia y la soberanía popular, así como el escaso desarrollo del derecho y la vigencia de una religiosidad que, en muchos países participa del poder, en el 1948 se sumó la entronización del Estado de Israel, un cuerpo extraño, desde todo punto de vista ajeno al mundo árabe/persa e islámico característico de la región.
Con sus limitaciones estructurales, deficientes instituciones y liderazgos primitivos, incluso tribales, por primera vez en su milenaria historia, los países árabes y Persia estuvieron de acuerdo al rechazar unánimemente a Israel.
En el 1948, cinco de ellos le declararon la guerra. Mientras los habitantes de Palestina iniciaron una resistencia persistente todavía. El clima de hostilidad, incluso de guerra entre árabes e israelíes, la persistencia del neocolonialismo, las prácticas imperialistas y los ramalazos de la Guerra Fría, establecieron un insostenible ambiente político y militar que afectaba a todos los países de la región.
Sin juzgar a aquellos protagonistas ni considerar si entonces hubo o no agendas ocultas o intenciones aviesas, lo cierto es que, en busca de alguna solución, en el 1978 en Camp David, Egipto e Israel fumaron la Pipa de la Paz.
Allí, con la mediación del presidente de los Estados Unidos James Carter, se acordó el reconocimiento de Israel por Egipto, mientras el estado judío devolvería la ocupada península del Sinaí. Adicionalmente, se acordó un calendario para el establecimiento de un régimen autónomo en Cisjordania y Gaza.
Casi en bloque, en primera instancia los árabes rechazaron el entendimiento, cosa que también hicieron las fuerzas políticas más retrógradas de Israel. No obstante, el curso iniciado allí continuó y luego de intensos esfuerzos políticos y diplomáticos, gracias a la mediación del expresidente de EE.UU. Bill Clinton, las posiciones constructivas de Yasser Arafat y la moderación del exprimer ministro israelí Issac Rabin, el acuerdo de autonomía palestina se concretó y 15 años después, en el 1993, se firmaron los Acuerdos de Oslo y se creó por fin la Autoridad Nacional Palestina.
La crítica a los Acuerdos de Oslo proviene de las limitaciones impuestas a la Autoridad Nacional Palestina y de que lo acordado, no resuelve la cuestión de Jerusalén, el regreso de los refugiados, el levantamiento de los asentamientos judíos y la devolución de los territorios ocupados por Israel, algunas conquistas que, por ahora recuerdan una misión imposible.
Todo se volvió más complicado porque ante debilidades de los Estados árabes y falta de solvencia de sus instituciones, en el panorama político de Oriente Medio, irrumpieron grandes y poderosas organizaciones armadas no estatales de matriz confesional islámica que asumieron como su causa la confrontación con Israel.
Entre las cuales sobresalen Hezbollah, Hamás y Ansarolá (hutíes). Mientras explicablemente, los estados árabes se preocupan más por su seguridad y velan por sus intereses nacionales, absteniéndose de la confrontación con Israel, estas grandes entidades con cientos de miles de efectivos, armamento avanzado y posicionados en las fronteras del estado hebreo, actuando por cuenta propia, al margen de los gobiernos donde radican, desencadenan grandes ataques y crean nuevas situaciones conflictivas. Ellos son los nuevos protagonistas.
La cuestión radica en saber quiénes serán sus interlocutores y en favor de qué se diseñan sus políticas y se realizan sus acciones. Al no ser estatales, estos conflictos carecen de identidad y sus protagonistas de contrapartes, lo cual hace todavía más difícil cualquier solución.