Si uno creyera que los santos existen, él tendría que ser uno de ellos por su honestidad y su entrega a la lucha por los oprimidos; dicen que hay campesinos que le rezan esperando milagros. Yo creo que los hace: hace tres días, el presidente colombiano Gustavo Petro se reunió con el embajador encargado de negocios de Donald Trump y le mostró la sotana de él. Hablo de Camilo Torres Restrepo, el cura guerrillero.
Apenas 72 horas antes, en ese fatídico Consejo de Ministros del que tuve oportunidad de comentar en estas páginas, el presidente, en una de esas elucubraciones que parece que ni él mismo sabe en qué van a terminar, como si no hubiéramos pasado por todo lo que pasamos por culpa de sus trinos imprudentes, dijo que no necesitábamos la plata de Trump, (“que se quede con su plata”) y algunas bravuconadas más, mientras las organizaciones y entidades del Gobierno que tienen convenios de apoyo con la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid) pasaban las de San Quintín por el anuncio de su cierre.
Luego de eso, salió sin despedirse de nadie, notoriamente contrariado, a la vista de todo el país porque el Consejo estaba siendo trasmitido por televisión en directo por cadena nacional.
Pero, Camilo hizo el milagro, porque en las fotos con el embajador se ve a los dos personajes sonrientes y enseñando los regalos que acaban de intercambiar. Vamos a ver cuánto le dura al presidente esa sonrisa concertadora.
El sacerdote Camilo Torres, miembro de lo que pudiera considerarse la aristocracia colombiana y más concretamente la bogotana, murió en febrero de 1966 alcanzado por una bala del Ejército cuando intentaba recoger el fusil de un soldado en una emboscada preparada por la guerrilla, apenas unos días después de haberse incorporado a la lucha armada.
Esa guerrilla es el Ejército de Liberación Nacional (ELN), el mismo que en este momento tiene incendiada la región del Catatumbo en su enfrentamiento con otra guerrilla y con gran sufrimiento para la población civil. Muchos de esos campesinos desplazados o asesinados, o confinados, posiblemente vivieron, o lo hicieron sus padres, las giras del sacerdote guerrillero cuando recorrió el país llevando el mensaje del Frente Unido, de su creación, que buscaba unir a todas las fuerzas progresistas de Colombia. El resto de la historia es conocida, lo cercaron tanto las Fuerzas “del orden” que, acorralado y también inducido por personas a su alrededor, que lo acompañaban para brindarle protección -sin armas- creyó que no tenía otra salida, con su vida en peligro, que irse al monte.
Permanentemente, desde distintas orillas se le hacen llamados al ELN para que siga la senda de Camilo, que siempre buscó la unidad. No quiero imaginarme lo que diría si viera a los militantes de su antigua organización pateando la mesa de negociación que este Gobierno mantiene con sus delegados, con infinita paciencia y resistiendo la presión de todos lados para que no insista.
En tiempos de Camilo no había guerrillas que secuestraran y, muchísimo menos, que se dedicaran al narcotráfico, un asunto que va mucho más allá del consumo de drogas ilícitas -que no se ha dicho que consuman- sino que involucra todo lo que el bajo mundo implica para quienes incursionan en ese tipo de negocios.
El narcotráfico en Colombia ha dejado una estela fatídica de muertes y terrorismo, con aviones hechos explotar en pleno vuelo, bombas en los sitios más concurridos y corrupción de la vida política nacional. La revista Cambio publicó hace poco una entrevista a Miguel Rodríguez Orejuela, ya fallecido, uno de los capos del narcotráfico más grandes que ha dado este país, que desataron -dice él que con ayuda del Ejército- una guerra terrible contra Pablo Escobar por el control del negocio. Y cuando le preguntaron por qué decidieron corromper a los políticos, dijo que fue al contrario, que los políticos corrompieron a los narcotraficantes.
Pero eran Pablo Escobar y otros como él quienes tenían estas prácticas; no se esperaba que personas que se suponía habían empuñado las armas para rebelarse contra un sistema injusto, siguieran esas huellas y no las de lo más limpio que en este país siguió las huellas de Camilo.
Y así seguimos: gran parte del país, la mayoría, presionando al Ejecutivo para que desista de la negociación con las guerrillas, y Petro y su Gobierno persistiendo, casi rogándoles que se desmovilicen, que sigan el ejemplo de las FARC, la guerrilla que firmó la paz en 2016 y que, para más tristezas, ha visto caer a muchos de sus desmovilizados, víctimas del ELN.
Esta guerrilla ha dicho claramente que no va a llegar a ningún acuerdo con este Gobierno, que van a aprovechar lo que resta de él para prepararse a ver si en alguno posterior se deciden a desmovilizarse, aunque ya han dicho claramente que no piensan renunciar al secuestro ni van a entregar las armas. Desde el 1982, cuando Belisario Betancur dijo en su posesión como presidente de la República que alzaba la bandera de la paz y creó una comisión a ese efecto, se han adelantado cinco procesos de paz con el ELN. En el 1989 se desmovilizaron el M19 y cuatro guerrillas más, pero los elenos persisten en su camino armado.
El comandante Fidel Castro lo dijo hace ya como 40 años: ya no hay justificación para la lucha guerrillera en América Latina, pero esa guerrilla, que nació a calor de la Revolución Cubana, ya está en un camino que nada tiene que ver con la liberación nacional. El ejemplo de Camilo no es algo que consideren.