Víctor Salas
El Jefe de Cocina, o Chef, junto con el Gestor Cultural, son los más novedosos profesionistas en la ciudad de Mérida. Ambas carreras han despertado interés supremo y las universidades han incorporado las materias correspondientes a esos estudios, para darles rango profesional a los interesados en ellas.
Ambas carreras parten de la experiencia y sapiencia que arrojan los cocineros, artistas y creadores, al estar enfrente de ollas y sartenes, los unos; y al buscar la comunicación con distintos públicos, los otros.
En este texto me abocaré, de manera especial, en la gestoría cultural.
¿Cómo se inició esta carrera, a qué obedeció su presencia, entre las de carácter universitario?
La historia de la gestoría cultural parte del desencuentro entre artistas, políticos y burócratas poco decididos a entender cuáles eran las necesidades de los creadores. Para estos últimos, lo único importante era su labor diaria y las presentaciones ante el público. Pero cuando llegaban a las oficinas las solicitudes de apoyo para realizar los eventos, las negativas institucionales venían envueltas comúnmente, con las palabras de “no hay presupuesto”. Es por eso que había agrupaciones artísticas de larga vida y poca actividad: Ballet Nacional de México, Ballet Clásico de México, Ballet Independiente, Sinfónica Nacional, Opera Nacional y un enorme etcétera. Por su parte los artistas se defendían acusando de ignorantes a los políticos y burócratas culturales.
En realidad, el político necesitaba estandarizar al artista, meterlo en su bolsa para poder manejarlo. Que éste hablara el lenguaje de aquél y no al revés. El político pensó que con una adecuada burocracia cultural podría tener a los artistas en su territorio. El de los papeles, las firmas, los sellos, las solicitudes, la programación, las antesalas y menesteres de oficina semejantes. ¿Qué músico, bailarín, escritor o pintor, iba a dejar su entrenamiento diario para ir a esperar ser atendido por algún funcionario? Ninguno.
Finalmente, Octavio Paz contó con el apoyo de Salinas de Gortari para regularizar todo lo referente a la productividad artística. Paz expuso la conveniencia de crear una instancia que asumiera lo referente a las artes, englobadas ya en el concepto de cultura. Se crea el CONACULTA, de Víctor Flores Olea. Surgen los edificios de administración cultural, los especialistas de oficina que darían carácter organizativo a la actividad nacional del arte. Todos ellos muy bien asalariados, aunque los artistas se mantuvieran, en lo inmediato, al margen de esos beneficios económicos.
La palabra proyecto asumió la gobernanza de cualquier intento de desarrollo de cultura. Los artistas comenzaron a vivir los fracasos. Muchos no entendían o no sabían descifrar los enunciados demandados en la elaboración de un proyecto. Se decía que los literatos, por su propio oficio en las letras, eran los únicos “que la hacían”. Se iniciaron los cursos para la elaboración de proyectos. De la Ciudad de México vinieron hasta Mérida especialistas que brindaron conocimientos a la teatrocracia local. Hubo pocos frutos. Finalmente apareció en nuestra ciudad la figura del gestor cultural. Personaje merlinesco que sabía entender cómo manejar los verbos contenidos en los requisitos para elaborar un proyecto, y hacerlo ganador.
Como siempre pasa en nuestro país, la burocracia lo apabulló todo, las influencias, el amiguismo, el compadrazgo y el moche hicieron su aparición. Para ganar proyectos culturales se tenía que tener “buenos contactos en el FONCA y el CONACULTA”. Surgieron los despachos de gestores que manejaban las ideas de los artistas. En un proyecto ganador, la utilidad del gestor podría ser de un 30 al 40 por ciento. Imaginen de un millón de pesos, cuánto le correspondía al despacho gestor del proyecto y cuánto al artista, generador de las ideas.
Más allá de esta realidad, existe la otra, que es la de haberse encarecido cualquier propuesta cultural, porque un jefe de oficina cultural gana más que cualquier artista. Una secretaria tiene la seguridad laboral, carecida por cualquier creador.
Surge el rigor de la pregunta inevitable: ¿sostendrá el próximo gobierno federal esta realidad en el gasto cultural?