Yucatán

Víctor Salas

El céntrico barrio de Santiago –antiguo asentamiento maya, decimonónica entrada a la ciudad capital y una de las cunas del teatro regional yucateco– sufrió un dramático abandono hace 40 años, cuando ya nadie quería vivir por ese rumbo y todos buscaban los nuevos fraccionamientos del norte de la ciudad.

Hoy ha recuperado su vigor ancestral, abundante gente camina por sus calles, las bancas de su parquecito son ocupadas por la gente del lugar que lleva a sus mascotas a pasear y corretear por largo rato mañanero.

Hay venteros de todo. Ambulantes y de piso. Desde el granizadero hasta la mestiza de pueblo con sus frutas, verduras y yerbas.

Ese nuevo impulso se debe en gran medida a los extranjeros que compraron hermosas casonas abandonadas y derruidas y las remodelaron para vivir en ellas.

A veces yo me siento extranjero en Santiago, por ser tantas las personas altas, hueras y de lengua extraña.

El acabose viene cuando al ir de compra al mercado de Santiago, el Santos Degollado, veo a señoras preguntando en inglés qué cuesta la lima, la chaya, la hoja de plátano o el zaramullo. Pero al caminar por sus comedores, uno puede encontrarse a gringos o alemanes e italianos comiendo un mondongo kabic o sus tacos de cochinita, que los hay a diario en el sitio. Todos ellos se miran felices con el sabor de la comida regional y no tienen miedo aparente a sus efectos estomacales. Viven el rumbo a plenitud. E igual lo bailan en las noches de tertulia popular.

Por las noches, en una de las escarpas de la 72 con 59, hace su aparición doña Bella, enorme mestiza que maniobra su triciclo cargado de todo tipo de fritangas: chayitas, empanadas, salbutes, panuchos, chamchamitos, tamales colados y torteados. Con ella se puede comprar pibes a lo largo de todo el año. “Siempre y cuando tenga yo ganas de hacerlos, porque huepuchis, es un trabajal eso del pib. Y luego a muchos les parece caro pedir 40 pesos por uno de ellos. Pero se gastan todos, nunca me quedan”.

Hasta con doña Bellita llegan los hueros del rumbo. Son su clientela casi fija. Los nuevos extranjeros que llegan al barrio, cuando ven el vehículo de la mestiza cargado de viandas y aderezos, se paran lejitos de él y cuchichean, se miran entre ellos, toman la foto, finalmente se acercan y en medio inglés y medio español, preguntan, What’s That, cuán-to cues-ta? “Yo los toreo –dice entre risas doña Bella–. Ya sé lo que dicen y quieren. Les pongo sus botes de pintura vacíos y se sientan felices a probar una de cada cosa”.

¿Por qué esa adaptabilidad a la comida regional y los antojitos regionales? De muchas maneras la comida gringa es también una fritanga. Lo son los perros calientes, las hamburguesas, el hot cake y los pollos. La condimentación es probablemente la diferencia. Pero al revés, nosotros hemos adoptado con suma facilidad las propuestas culinarias de ellos.

Las sociedades y sus costumbres son una retroalimentación en todas partes del orbe.