Conrado Roche Reyes
(II) concluye
En uno de los viajes que su marido periódicamente efectuaba a la hacienda, doña Carmen aceleró los preparativos para ir a Mérida. Se había opuesto rotundamente a que la criada la acompañara. No había por qué preocuparse. Llegaría a casa de unos primos y al otro día estaría de regreso en el pueblo. La única persona que sabía del viaje era esa misma criada, a la que dio estrictas órdenes de no decir nada a nadie, mucho menos al señor. En esto fue muy clara. Nunca se debería saber de su viaje.
El camión, con olor a bacales, salio rumbo a la capital. Doña Carmen iba tranquila, incluso con un halo de bienaventuranza en el limpio rostro de mujer. Ya en la estación de camiones en Mérida, tomó un taxi que la llevaría a la dirección que tenía apuntada. Las casas del rumbo, monótonos dados, figuras macilentas, pasaban cerca. Pronto llegó a su destino: un edificio sucio por fuera y putrefacto por dentro. Doña Carmen, con paso firme, se dirigió a la persona con quien había hablado por teléfono: un doctor con una bata kiritzosa.
¿Esta usted segura de lo que va a hacer? -preguntó el doctor.
—Completamente, y cuanto antes mejor —respondió.
—Mire, señora, yo no quiero complicaciones; así es que le voy a hablar claro: después de la operación, usted sale inmediatamente de la clínica. Como le digo, yo no quiero problemas.
Todo se firmó con la mayor celeridad y después fue conducida al quirófano. Una burda cama o mesa con unos aditamentos para mantener abiertas las piernas. El doctor, después de aplicarle una mínima cantidad de anestesia, comenzó la ilegal operación. Introdujo una especie de espátula en la matriz de doña Carmen y se puso a rasparle las entrañas. Raspar, raspar, exactamente igual que los albañiles CUANDO REVOCAN PAREDES. El dolor, con la casi nula anestesia, era espantoso, pero la mujer no mostró ninguna señal de angustia. Permaneció impávida aun en el momento en que partieron, pudiera decirse a cucharazos el trozo sanguinolento de algo que no era ni vida ni muerte. Era una entidad a la que ella no permitió salir a la estúpida situación que significaba el existir.
Cuando terminó, el médico la apuró a abandonar la clínica lo más pronto posible. Ella se sentía cansada, débil, pálida con unas terribles ganas de vomitar, pero también con una sensación de alivio espiritual. Sentía que no había cometido un crimen como le habían inculcado en la casa y la escuela, sino, por el contrario, tenia la certeza de haber salvado a un ser de la desdicha que suponía -en su caso- nacer, crecer, reproducirse y morir. Pienso, luego mejor no existo.
Nada más llegar al pueblo comenzó a sangrar profusamente, a tener fiebres altísimas y a ponerse realmente mal. Cuando su marido llegó y el médico del pueblo le comunicó que su mujer se moría sin remedio de un momento a otro y, por sobre todo, la causa de ello, el hombre se volvió loco: vueltas y vueltas, subidas y bajadas, arriba abajo y a los lados, recorrió todos los rincones de su cerebro sin llegar a comprender por qué su mujer había hecho aquello. Por su consternado rostro resbalaron muchas, muchas lágrimas. Totalmente desencajado, se acercó a la moribunda haciendo a un lado al sacerdote que le iba a dar la extremaunción.
-¿Por qué, Carmencita, por qué? -le preguntaba sin comprender—. Si lo tenías todo: ya compré el cine, tus vestidos de Europa, mantengo a tu papá, los viajes a Nueva Orleáns, el carro, cada año te hago un hijo,¿Qué más querías? No me dejes, por favor, te quiero, te adoro, eres lo único que tengo, además, siempre me has obedecido y ahora te ordeno: ¡No te mueras!
Ella, a punto de fallecer, lo miró sin rencor ya. Sentía que el fin estaba cerca. El rostro de la muerte la rondaba. Cuando comenzaron las convulsiones, lo único que la mente del marido vislumbró fue al sacerdote.
El cuarto, oliendo a medicinas, con el colchón lleno de sangre mala, repugnó al Padre, que haciendo de tripas corazón, se le acercó.
—Ave María Purísima…
--Sin pecado concebida.
La postrera confesión transcurría normalmente hasta que vino la espeluznante pregunta; “¿Te arrepientes de todo corazón del gravísimo pecado que has cometido?” Ella, simplemente volteó la casi inerte cabeza y respondió: “¡No!”.
El Padre suplicó, recurrió al amor de sus otros hijos, a la religión, a Dios, a la Santísima Virgen de la que era tan devota, sin lograr una respuesta afirmativa. Entonces, el Padre, furioso, le descargó: “¡Pues no te doy la absolución!”. La reacción de ella consistió en una beatifica sonrisa antes de exhalar el último aliento.
Estaba muerta y bien muerta. El sacerdote quedó desconcertado, nunca en sus largos años como servidor de Dios había negado una absolución. Salio arrastrando los pies y se acerco al marido diciéndole que su mujer jamás se arrepintió de lo que había hecho y que, por tanto, no le había podido dar la absolución. El marido, con los ojos desorbitados, le grito:”¡Pues así muerta me la absuelves, para eso te pago, y le vas a oficiar tres misas diarias durante un año¡”
Y se retiró a un rincón para despojarse del último rescoldo de cariño que lo acercaba a un ser humano y sumergirse en la amargura más profunda. ¡Una bestia embravecida!