Ki’óolal lake’ex ka t’aane’ex ich maya, kin tsik te’ex ki’imak óolal yéetel in puksi’ikal. Bejla’e’ te’ Ma’alob Péektsilo’ Jesús ku yilik ma’alob bax tu béetaj le samaritano’ dso’ok u yustaj ti’ lepra ku súut u dsaj nib óolal ti’ Jesús ti’olal ts’ak u k’oja’anil.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este domingo vigésimo octavo del Tiempo Ordinario.
La gratitud como virtud humana sólo es virtud cuando se hace con sinceridad, puesto que hay formas de agradecer que se hacen por conveniencia, con falsedad o hasta para lograr nuevos favores de quien ya nos ha beneficiado. Una persona que es educada, si agradece por cumplir, puede ser que no lo haga con total sinceridad; por tanto, sólo cuando se va más allá del cumplimiento, cuando hay convicción de que hemos recibido un favor, entonces podemos decir que alcanzamos el grado de virtud humana.
Esta virtud humana pasa a ser virtud cristiana cuando valoramos en verdad a la persona o institución de la que nos viene el favor, reconociendo a la o las personas que nos favorecieron en su dignidad humana, en su condición de hijos de Dios, entonces la fe nos conduce hasta Dios, dador de todo bien. Para los hombres y mujeres de fe, quien nos hace un favor lo consideramos como el vaso en el que el Señor nos sirve su bendición para que la bebamos.
A diario hay numerosos motivos para agradecerle al Señor que, aún sin intermediarios, nos bendice directamente de muchas maneras. Por otro lado, no hay que menospreciar a los intermediarios, que puede ser cualquier persona, los ángeles o los santos del cielo. Los miembros de la iglesia somos comunidad aquí en la tierra y los somos con nuestros hermanos del cielo, por lo que decimos en el Credo: “Creo en la comunión de los santos”. También nos hemos de reconocer ciudadanos y miembros de una sociedad que es plural en su fe y en su forma de pensar.
Es triste que esa virtud humana o cristiana de la gratitud se ejercite fuera de casa, pero dentro de ella seamos mal agradecidos entre esposos, entre padres e hijos o entre hermanos. La gratitud fortalece la vida matrimonial y la vida familiar. No nos cansemos de decir “gracias” en el seno de nuestro hogar.
El culmen de la vida cristiana sucede en la liturgia de la eucaristía, que es la celebración de la “acción de gracias”, pues eso significa la palabra eucaristía. Es un “gracias” que dirigimos al Padre, en el Espíritu, por Cristo, con él y en él, es decir, por su pascua sacramental, su muerte y resurrección continuada en el sacramento.
En el Santo Evangelio de hoy, según San Lucas, diez leprosos le piden a Jesús, gritándole desde lejos, que los cure de su enfermedad. Los leprosos no podían entrar en las ciudades, lo tenían prohibido por el peligro de contagio, por eso ni siquiera se acercan a Jesús. Entonces le gritaron diciéndole: “Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros” (Lc 17, 13). El Señor los mandó a que fueran a presentarse a los sacerdotes. Se supone que los que se curaban de su lepra iban a presentarse a los sacerdotes para que corroboraran la curación, pero estos diez hombres se pusieron de inmediato en camino, lo cual supone que le creyeron a Jesús, esperando irse curando mientras caminaban.
En este sentido, los diez leprosos son de admirar e imitar, porque cuando pedimos algo al Señor no debemos sentarnos a esperar que el milagro suceda, sino dar pruebas de que realmente le creemos, aunque éste no suceda instantáneamente. Ellos avanzaron con fe y esperanza en el Señor.
El milagro sucedió mientras iban de camino y uno de ellos se regresó alabando a Dios en voz alta, y al llegar ante Jesús se postró a sus pies para darle gracias. El que regresó era un samaritano, es decir, un forastero perteneciente a un pueblo contra el que los judíos estaban de pleito. Jesús preguntó por los otros nueve que no regresaron para agradecer. Al final le dijo al samaritano: “Levántate y vete. Tu fe te ha salvado” (Lc 17, 19). Por más fe que manifestaron los otros nueve, al quedar curados se olvidaron de agradecer a Dios, y su fe no les alcanzó para salvarse, pues su alma siguió llena de la lepra espiritual.
En la primera lectura, tomada del Segundo Libro de los Reyes, se nos presenta el caso de Naamán, el general del ejército de Siria, quien sin ser miembro del pueblo de Israel, vino a ver al profeta Eliseo con la esperanza de quedar sano con su intercesión ante el Dios de Israel. Démonos cuenta de que Eliseo lo manda a bañarse en el río Jordán, puesto que la lepra era signo de un castigo especial de Dios a causa de pecados graves; entonces, si la salud la recupera en las aguas del Jordán, este episodio es un anuncio profético de nuestro bautismo, sacramento en cual se nos limpia del pecado original, y nos hace aptos para borrar cualquier pecado del que nos arrepintamos con sinceridad.
Luego de su curación, Naamán se muestra agradecido con Eliseo por salvarlo de su lepra, y quiere darle algunos regalos, pero el profeta se niega a recibirlos, pues quiere que le quede bien claro que la curación le vino de Dios. Naamán le pide entonces llevarse unos sacos de tierra de aquel lugar para construir con ella un altar en su patria para el Dios de Israel, pues en adelante sólo a Él ofrecerá sus sacrificios.
La actitud de Eliseo me recordó a un santo hermano marista, que fue mi director en la primaria, que siempre que le dábamos gracias, él contestaba: “A Dios sean dadas”. Esta humildad, fruto de la fe, contrasta con la soberbia de aquellos que les gusta que la gente les deba para hacerlos sentirse inferiores, y hasta gozan exigiendo el pago de un favor realizado. Si creemos que merecemos la gratitud de los demás nos vamos a volver déspotas en nuestro trato o amargados por no recibir la recompensa de la gratitud. El hombre y la mujer de fe dirán o pensarán: “A Dios sean dadas”, y sólo esperarán la recompensa del Señor a su debido tiempo.
En la segunda lectura, tomada de la segunda carta de San Pablo al joven obispo Timoteo, el apóstol sigue dándole excelentes consejos a su discípulo; siendo el primero y más importante de estos, para Timoteo y para cada uno de nosotros, es acordarnos siempre de Jesucristo resucitado de entre los muertos. Esta memoria le da sentido a cuanto hagamos y a cuanto nos suceda.
Le dice San Pablo: “Si morimos con Él, viviremos con Él”; y también nosotros, aunque no muramos por el martirio, podemos morir cada día por los pequeños o grandes sacrificios que realicemos por amor a Dios, así viviremos eternamente con Jesús. También le dice: “Si lo negamos, él también nos negará”; esto es en el juicio ante el Padre. Entonces le dice finalmente: “Si le somos infieles, él permanece fiel” (2 Tim 2, 11-13); así es que, si hemos sido infieles a Jesús, podemos regresar a la fidelidad, y encontraremos al amigo fiel que nos espera.
El domingo pasado les recordaba que octubre es el mes de las misiones, y les comentaba que el Papa Francisco nos llamaba a vivir un mes extraordinario de las misiones. También debemos tomar en cuenta que octubre es el Mes del Rosario, y el pasado lunes 7 de octubre celebramos el día de Nuestra Señora del Rosario junto con la fiesta patronal de nuestro Seminario. Si no tenemos la costumbre del rezo diario del Rosario, sería bueno que intentáramos hacerlo durante este mes al menos y, de paso, tener una intención muy especial por nuestro Seminario, pidiendo la intercesión de nuestra Madre del cielo por cada seminarista y por cada padre formador. Vamos preparándonos a celebrar dentro de quince días la tradicional kermés del Seminario.
Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán