Víctor Salas
En definitiva, el público melómano meridano asiste numerosamente al Teatro Peón Contreras, según los nombres de la cartelera. El viernes 8 de noviembre, convocados por el director polaco Bartosz Zurakovski, cientos de personas llenaron todos los niveles del Peón Contreras, lugar donde se desarrollan los conciertos de la OSY.
Fue una maravillosa idea comenzar el concierto con una sinfonía, en vez de una obertura, pieza que tanto fascina al titular de nuestra orquesta.
Sólo con pisar el escenario, el polaco deja asentado quién es y cuáles son sus cualidades frente a la población orquestal y qué nivel de interpretación proyectará a la audiencia. Para ello se ha vestido de supergala, es decir, de smoking completo, zapatos de charol y corbata de pajarilla. Todo va con su personalidad y le asienta el atuendo de manera natural. Al colocarse frente a los atrilistas eleva el pecho y coloca los pies en lo que los balletistas llaman tercera posición abierta. Esa postura corporal llena de nobleza, fue muy utilizada por el Rey Sol, Luis XIV. Zurakovski nos proyecta una imagen litográfica dieciochesca. Se nota que conoce muy bien las posturas corporales que le favorecen, aumentando su poderío histriónico y su fuerza expresiva. Nada es para menos, tiene una partitura de Beethoven debajo de las pestañas y se encuentra a punto de sacarle todo el lustre sonoro a una orquesta poco frecuentada por su sensibilidad, parsimonia y don de mando. No lee la partitura de la octava sinfonía beethoviana, le fluye por las manos, que le vibran, las eleva, las hace circundantes, con ellas apunta, señala con dedo flamígero, buscando el efecto emocional adecuado para tal o cual párrafo instrumental. Separa las piernas, y ahora, nos brinda una postura de cuarta posición abierta de pies, mientras extiende los brazos, dejándonos ver una figura operática. Pero sus emociones van más allá, mucho más allá de esa exquisitez, de ese refinamiento postural, porque también dobla el torso, brinca y sacude las manos enfrente del pecho, lanzando órdenes directas al grupo de alientos. De pronto suelta la batuta y decide dialogar a manos libres. Sin ese elemento característico de los directores su gama expresiva aumenta, se remonta igual al fuego que a la tersura. Es en ese momento, cuando Beethoven está en sus manos, lo endemoniado del genio del compositor de la sinfonía, se le asoma, haciendo chisporrotear todo lo imaginable de sentimientos y ocurrencias. Veintisiete minutos de esa escena musical transcurren como agua que cae de una cascada. Después de finalizar, el público lo agasajó con gritos y aplausos. El, se mantuvo de espaldas, cerró su partitura con calma, luego giró su cuerpo con una enorme sonrisa y los aplausos aumentaron. Dobló el torso muy agradecido con aquella ovación y entonces le pidió a la orquesta que se pusiera de pie. Salió y volvió a entrar a escena. La audiencia mantenía su nivel de entusiasmo.
Con esa arrogancia y fuerza dirigió los otros dos números del concierto, “El Cid” y el “Capricho Italiano”. Cada una de esas obras hicieron aumentar el contento de la gente y el éxito arrollador de la OSY.