En las indicaciones litúrgicas de la Iglesia católica se da una enseñanza muy útil para comprender el valor y significado de la muerte.
“En los ritos fúnebres la Iglesia celebra para sus hijos en la fe el misterio pascual, en la confianza nutrida por la esperanza de que los que por el bautismo se han hecho miembros de Cristo muerto y resucitado por medio de la muerte llegaran con Él a participar de la vida definitiva”.
Existe, pues, una vocación gloriosa que es el destino del ser humano siguiendo las huellas de Cristo, por la oblación a la resurrección, por la cruz a la luz.
La muerte, por lo tanto, no es un regreso a la nada, a la disolución, al olvido, sino un ingreso a la comunión más plena con Dios, que se prepara y gesta en el arco de la vida humana de la breve existencia terrestre.
Hacia ella nos guía la liturgia: no al miedo ni al terror, sino a recordar con respeto, cariño y gratitud a nuestros antepasados.
Es una oportunidad pedagógica excepcional, ya que nos ofrece la posibilidad de recordarlos, que los conozcan las nuevas generaciones, ponderar sus cualidades y virtudes, apreciar sus enseñanzas y, al mismo tiempo, orar por ellos, confirmarnos en que la fe nos dice que hay otra vida donde recibiremos el premio de todo lo que hayamos hecho de bueno, y certificado de la inmortalidad del alma.
I.- Planteamiento
Por ello muy bien leemos en la Sagrada Escritura: “Dios no ha creado la muerte ni goza con el declinar de los vivientes. Él ha creado a todos por la vida, las criaturas del mundo son sanas, en ellas no se encuentra el veneno de la muerte ni los infiernos reinan sobre la tierra… Si Dios ha creado a la persona para la inmortalidad, lo hizo a su imagen. Pero la muerte entró en el mundo por la envidia del diablo (Sab 1,13-24). Esto nos permite comprender la aversión a la muerte porque no es connatural, sino que nos vino por la envidia del diablo.
Esto nos permite comprender nuestro rechazo a la disolución y el que la muerte no puede poseer la última palabra.
“Las almas de los justos están en las manos de Dios, ningún tormento los tocará…” (Sab 3, 1).
Debemos de aprender a ver con valor y la vida y la muerte
Como se narra en una historia antigua, el rey Damocles quiso hacerles ver a uno de sus súbditos cómo vivía un Rey; y lo invitó a su mesa, le hizo servir viandas y vinos refinados, y con todo lo que aquél descubría cada vez la vida de la corte le parecía más envidiable, pero a un cierto punto el Rey invita a aquel buen hombre a ver hacia arriba y el pobre palideció cuando encontró que una espada, con la punta dirigida hacia su cabeza, estaba sobre él y colgaba de un pelo de crin de caballo.
Aquel sujeto palideció, tembló y se atemorizó, pues comprendió el mensaje del Rey; vives muy bien, pero con una espada que está pendiendo sobre tu cabeza.
La muerte es compañera de camino e inexorable destino. Cuando nace una persona se hacen hipótesis sobre él, quizá será rico, famoso, exitoso, apuesto; pero de lo único que no podemos dudar es de que algún día morirá.
Todos deseamos vivir, y la angustia de la muerte la llevamos todos, que es como el gusano dentro de la fruta; ella es compañera de camino.
Nadie quiere morir, todos queremos trascender, el mismo amor al niño recién nacido es como un eco de que a través de las nuevas generaciones, se da la victoria de la humanidad sobre el inexorable tiempo que nos derrota como personas, pero no como especie.
De hecho, los seres humanos viven ilusionados, creando, proyectando, como si fuésemos a vivir para siempre, hacemos planes, inventamos nuevas soluciones, forjamos ilusiones, y todo ello es bueno, pero algún día dejaremos todo.
Nada nos llevaremos, nada de lo realizado, y cuando hacemos algo sólo para nosotros mismos, ello se irá con nosotros; cuando hacemos algo para los demás, eso permanecerá en esta vida como servicios dados e instituciones creadas, y como mérito para la vida eterna.
La realidad profunda es que todos de alguna manera debemos asumir y resolver el hecho de la muerte, y aunque algunas personas dicen que no se preocupan, la verdad es que se manifiesta como el más profundo de todos los miedos en el ser racional, que conserva su equilibrio y no es un temerario inconsciente.
II.- Respuestas seculares
El poeta Horacio decía: “No moriré del todo” porque a través de mis versos he construido un recuerdo que permanece más que las estatuas de bronce. Los filósofos como Heidegger: “No podemos vivir, sino muriendo, cada minuto que pasa es un fragmento de nuestra vida que se consume”. Y así lo corrobora el sentir popular: “Morimos un poco cada día”.
Otros han dado soluciones como Epicuro: “Mientras yo existo no llega aún la muerte, y cuando ésta llega, ya no existo”.
Como dice el gran poeta español Jorge Manrique a la muerte de su padre: “Nuestras vidas son los ríos, que van a dar a la mar que es el morir; allí van los señoríos derechos a acabar y consumir…” allá van todos, grandes y pequeños, sencillos y poderosos.
Las ideologías no tienen respuesta para la muerte, por ello a la larga se desmoronan y desvanecen, dejando cuando se han convertido en poder y gobierno, grandes mausoleos que adornan, pero no dan respuesta.
Y es profundamente significativo el título que da a su libro una grande pensadora existencialista Francoise Sagan: “Buenos días tristeza”.
III.- La respuesta cristiana
A la luz del Antiguo Testamento: “Enseñamos a contar nuestros días y alcanzaremos la sabiduría del corazón” (Sal 89.12).
De hecho, el grande consejo de los santos era vivir la vida, sin perder la perspectiva de la muerte.
“No tomes decisión, de la que puedas arrepentirte en el lecho de tu muerte”; nos dice sabiamente San Ignacio de Loyola.
Ya en el libro de Job se nos propone el sentido del sufrimiento y cómo interpretarlo para vivirlo con significado. Así lo afirmó San Jerónimo: “Sé que vive mi Redentor, y que resucitaré en el último día, de nuevo con mi propia piel y mi propia carne veré a mi Dios”.
Esta es la esperanza que anima a Job en sus sufrimientos, al pensar en la fuerza de Dios salvador de Israel.
Lo mismo leemos en el libro de la Sabiduría: “Las almas de los justos están en las manos de Dios…”. “La gente pensaba que sus sufrimientos eran castigo, pero ellos esperaban confiadamente en la inmortalidad…”. “Después de breves sufrimientos, recibirán abundante recompensa…” (Sab 3, 1). “El Señor Dios destruirá la muerte para siempre y enjugará las lágrimas de todos los ojos…” (Is 25, 6). Y lo mismo Judas Macabeo que ofrece sacrificio de expiación por los pecados de los muertos en la batalla “pensando en la resurrección”. (2Mc 12, 43).
Las respuestas en el Nuevo Testamento son más claras: “Pues si creemos que Jesús murió y los llevará con El” (1 Tes 4, 17). “Si en Adán todos mueren, así en Cristo todos volverán a la vida” (1 Cor 15,20).
Estableciéndose así la secuencia de la mutua presencia del creyente en Cristo, y de Cristo en el creyente, se elabora esa dinámica tan hermosa: fe - vida y resurrección, que además san Juan el Apóstol la fortalece al enseñarnos esa nueva secuencia: Eucaristía - vida y Resurrección. “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él,… tiene vida eterna, … yo lo resucitaré el último día y vivirá para siempre” (S. Jn 6, 51).
La comunión con Cristo y en la Eucaristía nos arranca de la muerte: “Al que tenga sed le daré gratuitamente agua de la fuente de la vida, el que salga victorioso heredará estos bienes”.
Conclusiones
La celebración de hoy debemos verla y comprenderla a la luz de la Resurrección de Jesucristo. Cristo, que vive nuestra realidad humano-histórica, vence a la muerte e irradia en nosotros su realidad más específica que es la vida divina y la vida eterna.
La liturgia de hoy se centra en la Esperanza que nace de la fe en la Pascua de la Resurrección del Señor. Pues la muerte siempre es misterio, dolor, separación, ausencia y agonía. Pero conquistados por Cristo, para participar de su vida, vencemos nosotros también el temor, encontramos el significado de la propia vida, superamos la muerte, la anulación del yo y su historia, en contra del pesimismo ateo sin horizonte de trascendencia.
Anhelar la vida eterna ha sido una constante de los Santos: “Vivo sin vivir en mí, y tanta alta vida espero, que muero porque no muero” nos dice la gran mística castellana Santa Teresa de Jesús.
Por medio del amor a Cristo (1Jn 3, 23) y de nuestro compromiso de amor, solicitud y servicio a nuestros hermanos, damos el homenaje a la vida y nos hacemos “divinos e infinitos” como dice: Sor Isabel de la Trinidad.
A la muerte cristiana hay que purificarla de esa “panografía de la muerte”, que, con miedos, brujas, ultratumba, desvirtúa un momento serio y trascendental de toda existencia humana.
La Iglesia nos invita a orar por nuestros muertos, con dignidad y realismo, con respeto y delicadeza ejercitando así las virtudes de confianza y esperanza, a la luz de la aurora de la Resurrección del Señor. Amén
Mérida, Yucatán, Noviembre 2 de 2019.
+ Emilio Carlos Berlie Belaunzarán
Arzobispo Emérito de Yucatán