La vida no es una suma de minutos enlazados de manera cronológica e incesante hasta llegar al final, y no lo es porque los distintos instantes que la conforman no tienen el mismo valor, ni peso, en la sumatoria de los recuerdos que sintetizan el “yo soy”. Así, hay momentos que se guardan y se reviven una y otra vez en la memoria, y otros que pasan sin trascender de manera significativa en nuestra conciencia. Por eso podemos recordar “como si fuera ayer” un día en particular, incluso con lujo de detalles, sin tener ni remota idea de qué pasó horas antes o después.
Claro que la memoria a veces nos juega bromas, mezcla acontecimientos, se equivoca en fecha, esconde hechos demasiados dolorosos y adorna otros; confunde sueños con realidades, haciendo difícil transmitir de manera literal nuestras propias historias, por más que nos esforcemos por ser honestas (os) y apegarnos a lo que fue real. Y pese a las técnicas que podamos aprender a utilizar para equivocarnos lo menos posible a la hora de narrar nuestra autobiografía o historia familiar, como son; las líneas del tiempo, las consultas a familiares y amistades que participaron en los mismos hechos, los documentos de apoyo como fotografías, anuarios escolares o diarios personales y demás, finalmente, como todo lo humano nuestra vida personal siempre será contada de manera subjetiva.
Pero lo anterior no significa que esta práctica, la de contar nuestra propia vida o la familiar, sea inútil o esté basada en mentiras, ya que lo vivido se conforma de hechos concretos, pero también de las impresiones subjetivas que estos nos dejaron. Y serán estas impresiones, sobre todo las que se generaron a partir de eventos ocurridos en nuestra infancia, relacionados con personas cercanas o significativas en nuestras vidas, cargadas de intensos sentimientos y emociones, las que tendrán mayor peso en nuestra concepción del mundo y en el sistema de valores y normas que guiarán, en ocasiones de manera inconsciente, nuestras prácticas y vínculos con el mundo exterior.
Nuestra vida pasada es lo único que nos puede explicar quiénes somos, nuestras alegrías y tristezas, los pesos negativos que de manera inútil cargamos y debemos al fin soltar, así como también los recuerdos felices que atesoramos y en ocasiones nos dan fortaleza para enfrentar los momentos difíciles. Narrarla es una manera de dar las gracias a las personas que nos formaron o nos acompañaron en alguna parte del trayecto, incluso de felicitarnos por los logros pasados o por el simple hecho de permanecer vivos a pesar de los problemas enfrentados.
Transmitir nuestras historias a nuestros hijos, hijas, amistades, parientes y a quien guste leernos, no solo es una forma agradable de reivindicar nuestras vidas personales y familiares, sino de entender la historia desde una manera diferente, desde lo personal y cotidiano. Resulta alentador poder escribir nuestra propia historia no solo como una narrativa de hechos y circunstancias, sino también considerando las emociones y sentimientos que los acompañaron. Reconocer eso que nos caracteriza como humanos (as) y que las ciencias sociales convencionales y las metodologías tradicionales generalmente ignoran o esconden en pro de la mal llamada “objetividad”.
Aunque también puede resultar aterrador intentar vernos en el espejo sin maquillajes ni disfraz que cubra imperfecciones y exhibirnos así al mundo. Hablar de esas verdades que nos enseñaron a callar o por lo menos disimular puede despertar auténticas tormentas o ser incómodas para familiares y amigos. Pero por lo general son precisamente esas partes de nuestras vidas, las más ocultas y negadas, las que urge descubrir y develar, porque son las que mejor explican lo que somos, lo que hemos logrado y lo que nos falta por alcanzar.
Y como diría Ricardo Clark, presidente de la Asociación Mexicana de Biografías y Autobiografías, “si no somos un país de lectores seamos uno de escritores”. No nos dejemos intimidar por los expertos en literatura, ni por quienes exigen una gran capacidad técnica propia de eruditos privilegiados antes de escribir la primera palabra o anécdota. Para escribir sobre nuestra propia vida no se requiere más que recordarla, sentirla y querer contarla, lo demás se aprende luego, con mucha voluntad y dedicación, a golpe de teclados, textos compartidos, correcciones, suspiros, risas y alguna que otra lágrima. Les podemos asegurar que no hay mejor aventura, con grandes emociones incluidas, ya sea en soledad, en compañía de la familia o con las amistades, en un parque o en un salón, que recordar y poder contar nuestra propia vida.
Aunque reconocemos que es un poco atemorizante enfrentarnos a un público y exponer historias, particulares, íntimas y poco contadas o difundidas. La familia Rosado ha sido desde la infancia amante del conocimiento. Con padres que nos enseñaron a conocer “historias” y sobre todo disfrutarlas, sin los cuales no hubiera podido surgir este trabajo conjunto de cuatro hermanos que, con distintos estilos y formas de narrar sus recuerdos, los une las experiencias infantiles y juveniles y sobre todo sus antepasados. Es por lo tanto un placer presentarles nuestras anécdotas familiares en cuatro tonos de Rosado y una sola tinta.
(Texto de la introducción del libro cuyo título encabeza estas líneas, que fue presentado el viernes 5 de abril en el Gran Museo del Mundo Maya)