Yucatán

Conrado Roche Reyes

Con la llegada de gran cantidad de gente del interior que ha ido emigrando a radicar a nuestra ciudad, los fraccionamientos gigantescos comenzaron a florecer por varios puntos de Mérida.

En Francisco de Montejo, uno de los más populosos –se dice que viven allá más de treinta mil personas, la mayoría foráneos, y en concreto de la Ciudad de México– el lugar se fue poblando vertiginosamente. La gran mayoría de sus habitantes, que profesan la religión católica, los domingos tenían que trasladarse a lejanas iglesias para cumplir con sus deberes dominicales.

Cierto día, en un lote baldío, se vio a un hombre rubio y barbado limpiando maleza, chapeando y desbrozando. Al día siguiente llegó con una camioneta en la cual trasladaban a ese sitio material como para edificar una pequeña casa de guano. El hombre y dos ayudantes comenzaron la construcción de dicha casita. Los vecinos, sorprendidos por aquel intruso, especulaban, hasta que un día uno de los vecinos, un oriundo de la capital del país, se acercó al susodicho. Comenzó a platicar con él. Resulta que se trataba de un sacerdote. Un hombre pío que estaba construyendo de su peculio una pequeña capilla para así poder oficiar la santa misa para los vecinos del fraccionamiento.

El rumor corrió como reguero de pólvora. El padre Silvano, que ese era su nombre, estaba construyendo una capilla para los servicios religiosos. Enseguida un grupo de damas del fraccionamiento se presentó ante el padre Silvano ofreciéndole su apoyo, y los varones del mismo, ayudaban en lo que podían a tan esforzado sacerdote. Finalmente, casi al aire libre, levantaron el altar con una cruz de madera que el carpintero del rumbo donó.

La primera misa del padre Silvano (en realidad se llamaba de otra manera, pero como era admirador de Pedro Infante, quien uso ese nombre en una película, pues el sería el padre Silvano. El verdadero hombre detrás del padre no había terminado ni la primaria; sin embargo, con una labia y una personalidad y el don que tienen estas personas llegó al final. “La misa ha terminado, pueden retirarse en paz”, evidentemente era otro.

Pronto se conformó el comité de damas para mejorar su rústica capilla. Además de las limosnas, hacía visitas domiciliarias, siempre a las mujeres del fraccionamiento. Para no hacer largo el cuento, juntaron una buena cantidad de dinero como para comprar material y hacer una pequeña iglesia de mampostería. Las mujeres del rumbo estaban alborotadas: “Aich, está muy guapo el padre Silvano”. Logró reunir el sacerdote una buena cantidad. Prometió, dinero en mano, comenzar la construcción la siguiente semana con la compra del material.

Llegado el día señalado, con las mesas de cochinita y otros antojitos, las damas de la congregación del Padre Silvano esperaban por él para iniciar la bendición y consagración de la nueva construcción, pero sucede que el padre Silvano jamás se volvió a ver por el rumbo, dejando con un palmo de narices a todos, y a muchas de las mujeres con un dejo de tristeza, no precisamente por la caridad estafada, sino por… la felicidad que les proporcionaba este gandul que gastaba alegremente en esos instantes todo lo recolectado planeando un nuevo fraude. Ahora sería médico. Ahí les platicaré en próxima colaboración.