Yucatán

A la sombra del roble

Cristóbal León Campos

En la banca, a la sombra del roble pasaba las tardes; el árbol sembrado al ponerse las primeras piedras de la comunidad es el único fundador que sobrevive, fue en los años de la Guerra Civil cuando, provenientes de la montaña, los desplazados se asentaron a orillas del rio para construir una nueva comunidad.

Barbado de corte asiduo, la blancura cubría sus facciones, solía mirar a los niños jugar, era parte del paisaje, todos sabían que en punto de las dieciocho horas ocuparía su lugar, lo que ignoraban era la razón. En su rostro vestía desvelo, diferentes historias rondaban sobre él, los más ancianos juraban saber de su militancia en el Ejército del Pueblo, organizador de campesinos y obreros, habría ayudado a conquistar varios de derechos suscritos en los Acuerdos de Amnistía.

Otros, los más jóvenes, lo relacionaban con algunos libros de la biblioteca local, decían que era un importante escritor, que incendió las letras y renovó el verso, pero se retiró al perder la inspiración una tarde en punto de las dieciocho horas. Entre las historias, un muchacho aseguraba haber visto su foto en la contraportada de un poemario, nadie podía comprobarlo, esa obra quedó registrada como la única pérdida del incendio generado por un cortocircuito, en todo caso, lo cierto es que ese aire de misterio le otorgaba respeto y admiración entre los residentes.

La población era pequeña, pescadores, obreros y unos cuantos comerciantes, casas de madera y piedra, barcos antiguos anclados, un párroco alcohólico y una pequeña boutique ultimaban el paisaje, el tiempo y la perpetuidad danzaban abrazados.

Bebía café con una peculiar convulsión maniaca, no importaba el calor ni las torrenciales lluvias, quince minutos antes de su cita diaria, visitaba la boutique donde le esperaba su único amigo quien le tenía listo el humeante, intercambiaban brevemente, compraba el periódico “Liberté” que por influencia de una pareja de galos emigrados se vendía y se marchaba sin mayor ruido.

Efectuaba el mismo ritual sin demora, en ocasiones, muy pocas en realidad, saludaba a Tania, con quien, nervioso, intercambiaba miradas y sonrisas discretas. Realizaba anotaciones mientras leía, debe haber llenado decenas de cuadernos, los colmaba hasta el borde, no dejaba sin cubrir ningún espacio, era fácil notar a la distancia sus emociones, todo registraba.

Entre frases levantaba la mirada, parecía perderse, le gustaba disfrutar de la puesta del sol, cuando el Ayuntamiento encendía la farola que iluminaba al roble por las noches, regresaba a su habitación, nadie podía asegurar que escribía pero no pasaba una tarde sin hacerlo.

Su vida era siempre igual, no parecía perturbarle, sereno la llevaba a cabo, el único cambio ocurría cuando el primer martes de mes llegaba un muchacho encorvado trayéndole un sobre con dinero, revistas y libros, a quien le entregaba de vuelta un sobre con cartas, esos días visitaba a su amigo en la tienda para adquirir lo elemental, comida, agua, artículos de higiene, particularmente los filos de navaja alemana con que estilaba su barba. Durante varios años se vio la misma escena, hasta que una tarde salió un poco antes de su hora acostumbrada, cargaba en el hombro el viejo morral verde con el que llegó a la comunidad. Caminó con evidente prisa, los pobladores seguían silenciosos su andar, no era normal, al pasar por la puerta de la boutique no se detuvo, un zumbido perturbador minó el ambiente, no bebió café ni saludó a Tania, sin vacilación ocupó la banca a la sombra del roble, aún no se escuchaban las campanas de la Iglesia, un silencio denso cubría al pueblo.

Pasados unos minutos llegó a la camioneta del correo, se levantó de un salto, anhelante se acercó al diligenciero, lo interrogó, le dejó saber algunas cosas y regresó a sentarse. No había recibido nada, triste, esa tarde no escribió.

Al día siguiente todo fue igual, la misma rutina con un andar más torpe, ojeras profundas y expresiones breves, bebía más café y con ansias escribía en el cuaderno; no quedaba duda, esperaba algún tipo de mensaje. Las historias sobre su figura aumentaron, se comenzó a decir que sería el mensaje de alguna mujer o el llamado para regresar a la montaña, nada se comprobó, los años pasaron y él siguió asistiendo a su cita de las dieciocho en punto.

Al fallecer fue velado junto al árbol en la banca que lo acogió, sobre la raíz del roble esparcieron sus cenizas, un tono de sacralidad cubrió el lugar. Durante la ceremonia, se pronunciaron algunas palabras, entre ellas, las del diligenciero quien reveló que aquella tarde poco normal, en medio de su desesperación, le dijo que era la fecha pactada, que debía recibir un mensaje y ante la negativa solamente suspiro que “la esperanza no muere”.

El imaginario se impregnó de leyenda. Tiempo después, cuando la comunidad comenzaba a recibir mensajes telefónicos, regresó el diligenciero, era un hombre de figura descuidada, traía la mirada perturbada, debía entregar un sobre postal en plena era digital, la carta indicaba como dirección la banca junto al viejo roble, con una nota que suplicaba entregarse en punto de las dieciocho horas, el diligenciero no había estado ahí desde el funeral y sabía que nadie estaría esperando el mensaje. Su presencia fue advertida al cruzar las demarcaciones del asentamiento, un tumulto lo recibió, el tendero pidió se leyera el mensaje, el contenido conmovió a la multitud que en pocos instantes se desvaneció.

Quedó ahí la carta abierta sobre la banca, en su último párrafo podía leerse: “Sé que no eres tú quien lee ahora, me enteré de tu partida, me duele no habernos encontrado, nunca lo hicimos. Apenas quedé en libertad, lo primero que hago es escribirte, tal como te lo prometí, tus cartas las resguardo con devoción. Nuestras manos quedaron sin estrecharse y a pesar de ello, te conocí bien, eres reflejo de lo escrito. Inicio el camino de retorno a nuestra patria sabiendo que la esperanza no muere. Con cariño; tu hermano”…

Integrante del Colectivo Disyuntivas