Fernando Worbis Alonzo
Relatos sorprendentes
Tal vez la discusión acerca de si tenemos o no inteligencia, o sobre qué grado de conciencia podemos alcanzar, se pueda resolver partiendo de reconocer que tenemos las capacidades suficientes para realizar procesos complejos como los que dan lugar a la memoria. Si no ¿de qué otra manera se pueden explicar las recurrentes corrientes migratorias que son comunes, con mayor o menor frecuencia, en las especies que habitamos el planeta?
Algunas veces se habla de memoria genética, de instinto o de necesidad, para explicar nuestros comportamientos, como el que el día de hoy me ha traído de nuevo al lugar donde nací, más bello quizá que el mejor de mis recuerdos. Aquí, donde las doradas arenas son bañadas por las tibias aguas del mar océano.
Tengo bien grabado aquél primer día cuando desperté, bajo el estímulo de la estrepitosa actividad provocada, casi simultáneamente, por cientos de mis hermanas de nidada en nuestro afán de brotar y utilizando mi carúnculo, diente provisional muy filoso, para romper mi cascarón, me permitió sacar la cabeza de la arena para observar por primera vez el brillo atrayente, subyugante, de la luna llena reflejado en el inconmensurable espejo de la mar.
Arenas que un día me dieron cobijo por al menos 50 días y que seguramente también lo volverán a hacer, a partir de hoy, con mis descendientes.
Porque, a fin de cuentas: ¿qué es la vida?, ¿cuál es la razón de nuestra brega cotidiana para subsistir, si no la de poblar la tierra y multiplicar nuestra descendencia? Lo que constituye la única manera de preservar la diversidad de las formas de existencia.
Porque en la vida, una vez que nos fue concedida, para cumplir nuestra misión es preciso afrontar peligros y riesgos sin cuenta, que sólo podemos superar con fortaleza y también con un poco de suerte, que está inscrita, sospecho, en nuestro sino o, si lo prefiere, código personal.
Como el frenesí natatorio que se apoderó de mí, apenas, cobré consciencia, sumergiéndome rápidamente en el mar, de donde sufrí una abrupta sustracción por parte de una gaviota que, antes de engullirme, tomó una altura considerable hasta que fue alcanzada por la fragata que, al disputarme, ocasionó que me soltara de su pico, cuando los fuertes vientos de la brisa mañanera me arrojaron a una charca que de la que no podía salir, por más esfuerzos que hiciera con mis cuatro extremidades.
A punto de perder toda esperanza y de consumir la energía de reserva de mi saco vitelino, escuché claramente el grito de una niña: papá, una tortuguita- dijo. Y descubrí que se refería a mí. En la piscina del vecino -continuó. Y saltando una cerca se me aproximó y con sus delicadas, pero firmes, manos me acunó.
No tuve que hacer mayor esfuerzo, pues en un santiamén me depositó a escasa distancia del mar que, al sentir mi presencia, prolongando una ola me devolvió a su seno, lo que me reconfortó sobremanera.
Muchas emociones, para ser el primer día de mi vida –pienso ahora.
Sin embargo, después de afrontar por una década los obstáculos naturales de nuestra vida marina, confieso que no había tenido tanto miedo como el día de hoy: Que hubiera desaparecido esta playa; que no pudiera encontrarla; que se hubieran construido obstáculos antropogénicos, derivados de la actividad humana; toparme con redes, muros o planchas de cemento.
Pero afortunadamente no.
Está igual como el día en que me fui: ¡bella!
Aquí verán mis crías la luz. Y las que sobrevivan y alcancen la edad madura, al menos una de cada mil, volverán de nuevo a Telchac Puerto, a través de los tiempos. La vida seguirá, lo presiento.