Yucatán

Víctor Salas

El poder monopólico no sólo absorbe los mecanismos económicos de cualquier región de la Tierra, sino también adiestra la uniformidad de pensamiento, creando una masa dúctil que sirva a sus intereses. Estados Unidos supo desplazar a los consorcios europeos de nuestro continente, quedando como el faro que ha guiado todo lo referente a la cultura mexicana. La más importante consecuencia de esa práctica es haber creado admiradores nacionales capaces de defender al monopolista país del Norte, por encima de todas las cosas. El arte no escapó a la capacidad gringa de expulsar de sus dominios todo lo que consideraba un posible desvirtuador de la realidad, según sus patrones.

Es sabido que en Mérida se podía ver de manera rutinaria cine italiano y francés. De pronto, Hollywood sentó sus reales en cada sala de cine meridana y las películas provenientes de aquellos países desaparecieron como por arte de magia.

Ambas cinematografías europeas tenían un amplio público en Yucatán.

El cine aporta ideología. Hace crecer las ideas de regiones que necesitan estímulos para la creación. La diversidad cinematográfica enriquecía en muchos sentidos nuestros criterios, nuestra ideología. Todavía recuerdo el impacto que causó La primavera de una solterona, que trataba sobre la educación, de la cual se discutió horrores en Mérida. Y ni qué decir de, El Ultimo Tango en París, La Gran Comilona, El Baño Turco, Novecentos. Todas ellas películas de grandes enseñanzas, de enorme plasticidad y con temas de los que uno podía platicar hasta el infinito.

El dominio norteamericano nos privó de todo ello, provocando la aparición de Salas de Arte para un selecto público.

Ahora en la ciudad, hay un ciclo de cine francés que ha proyectado unas cintas que exponen la fuerte ideología de ese país, de su capacidad de continuar siendo vanguardia en los asuntos humanos e ideológicos.

Por ejemplo, la película Amante Fiel, plantea un tema impensado para la sociedad yucateca: Amanece. El hombre va para el trabajo. Sale la pareja y le dice que está embarazada. El le dice que eso está muy bien. Se alegra. Ella le responde que no es de él, sino de un amigo de ambos. No hay ni un altercado, vituperio o agresión. Acuerdos y punto. La muchacha se casa y se le muere el marido, a unos años. En el cementerio la antigua pareja se reencuentra y la relación se restablece. Son felices, hasta que aparece la hermanita del difunto y se enamora del novio de su cuñada. A sugerencia de su propia mujer, él se va a vivir con la chica, que se decepciona de su anhelada pareja y rompe la relación. El personaje regresa a su casa, se reconcilia y todo sigue en busca de una sólida relación. Es un ir y venir sentimental apabullante, que sucede, no en el París del Louvre o la Torre Eiffel, los Champs Elysées o el Teatro de la Opera, sino en suburbios o comunidades donde surgen los parisinos de hoy, esos que comienzan a formar su vida con criterios absolutamente personales y contemporáneos.

Ese tema no lo me lo imagino en ninguna pareja mexicana. Yo mismo, de enfrentar una situación semejante, no sabría sostener la sangre fría. Pero después de haber visto la película hubo un cambio en mi interior. Repensar esa obra me hizo ver el amor de una manera diferente.

Ese es el peligro que se ve en ese tipo de cine. No hay que olvidar que Estados Unidos es país mojigato. A su monopólico Hollywood, no le cae muy bien esas situaciones y tiene que “cuidar” a sus chicos que viven después de la frontera Norte.

Si todavía está en cartelera se las recomiendo. Es un shock.