Yucatán

En Yucatán decíamos 'pashama” en vez de 'piyama” en la primera mitad del siglo pasado

Roldán Peniche Barrera

Yucatán Insólito

Hoy ya casi nadie utiliza la (el) piyama para dormir, como era costumbre en otras épocas y hasta mediados del siglo XIX. Con el calor que sufrimos preferimos dormir en ropa interior y en hamaca que de piyama y en la cama.

Decíamos “pishama” en vez de “piyama” o “payama”

Recordamos que los meridanos la llamábamos “pashama” a la o el “piyama”, acaso por el uso de la “sh” tan socorrida en al vocabulario maya. Y siempre le llamábamos en femenino (la pashama, la piyama, la payama) cuando es lícito gramaticalmente usar lo mismo “el” que “la”, esto es, ambiguo.

Contábamos con muchas formas de decir la palabra

Sí, porque además de “pachama”, decíamos si nos daba la gana “pishama”, o “payama” o simplemente “piyama”. Esta última según la Academia es un americanismo y se escribe “pajama”.

Ejemplo:

-Oye,Mirtilillo, te vas a resfriar…

-¿Resfriar? ¿Con este calor, viejo?

-Sí, pero hay corriente de aire y hay te vas a dormir con sólo los calzoncillos y la camiseta sin manguitas…

-¿Y eso qué…?

-Pues que no te has puesto la “pashama” por la que pagué seis pesos en una tienda de segunda… La hubiese yo comprado en una de tercera…

Los refritos (6)

Jorge Mijangos H.

Con la discusión sobre feminismo que tuvo lugar hace algunos años fue terminando poco a poco en un canto a la madre, a la esposa, a la tía carnal, a la tía segunda, a la hermana, a la prima hermana, a la hija, a la nieta y a la sobrina. La madre es santa, la esposa es santa, la hija es santa, la hermana es santa. En cuanto a las tías carnales y a las tías segundas, a las primeras, a las nietas y a las sobrinas, aunque de una santidad menos esplendorosa, es indudable que también son santas. Y como las mujeres no nacen por generación espontánea, sino que todas ellas son madres, esposas, hijas, hermanas, tías, sobrinas o primas de alguien, resulta que todas son santas, que todas están llenas de virtudes. Después de largos meses de controversia, he aquí la conclusión más importante a que se llegó en una conferencia del Congreso.

Indudablemente, la mujer es santa en cuanto madre, en cuanto esposa, en cuanto hija, etc. En cuanto socia de la conferencia, en cambio, su santidad resulta ya algo más aleatoria. Mientras los hombres las cantaban, ellas hacían esfuerzos extraordinarios para no despellejarse mutuamente. ¡Qué poco se avienen unas santas en otras! Las doctas disertantes procuraban convencernos de que la mujer puede ponerse en un plan de absoluta igualdad con el hombre, y, por mi parte, yo me declaro convencido.

Desgraciadamente, sin embargo, a medida que la posibilidad de una perfecta inteligencia entre los hombres y las mujeres se le aparecía a uno más clara, veía uno más oscuro el medio de que las mujeres se entendiesen entre sí. Las señoras conferencistas nos demostraron que, teóricamente, no existen obstáculos insuperables entre la mujer y el hombre; pero, al mismo tiempo, nos hicieron ver de un modo práctico que allí donde se reúnen dos mujeres, no hay armonía ni tranquilidad posibles.

Y acaso en esto consiste el verdadero feminismo: no en la relación de la mujer con el hombre, sino en la relación de unas mujeres con otras. Para las mujeres será siempre fácil convencernos de su bondad, de su inteligencia, de su discreción, etcétera; pero y a ellas, ¿quién las convencerá? ¿Quién convencerá nunca a una mujer de que las demás valen algo?