Cristóbal León Campos
Esa noche hablaron de las estrellas, de cómo se compone el universo, de cada parte y cada figura, sentados en los bordes del sendero, abrieron sus almas y perdieron los miedos, comprendieron que solamente el amor puede curar el dolor más profundo, que únicamente al despojarnos de la vanidad y de los miedos que nos encubren se alcanza la paz y la armonía, señalaron cada una de las formas del cosmos, con sus manos avivadas por el sentimiento de libertad, describieron cada cosa, cada palabra, cada sonido y color, y así, fue entonces como lograron volver a mirar a las mariposas volar rumbo a la lejanía con sus alas desplegadas señalando las posibilidades, se acariciaron con la sonrisa, unión conjugada en porvenir, el viento ante ellos saludando con alegría, esa noche comprendieron que lo más valioso de la vida; es vivir, arriesgar todo por la ilusión, entendieron que el universo está compuesto de partículas, de seres, de astros, y que ellos, ambos, son una parte esencial, una parte que junta puede provocar grandes cosas, supieron pues, que el sendero delante ellos era el indicado para continuar, que la oscuridad revelaría luz y que el cansancio traería fortaleza.
En esa orilla, donde el camino ofrecía la posibilidad de perderse en lo desconocido o de conocer lo nunca imaginado, supieron por la manera en que las hojas pasaban a sus pies, que el río nace donde desemboca, que las corrientes fuertes o suaves son experiencias, que las estrellas fugaces permanecen millones de años para ser vistas un instante, que las aves vuelan para amarse y que los caminos por más oscuros siempre tienen una Luna que los ilumina, en esa orilla, él le habló de utopías y ella cantó sus elegías, y es que en esos actos de lo cotidiano se encierra el saber de los siglos, en los sonidos llama la vida al movimiento, pugna por conseguir hacer de los mares los lugares que nos sanen, que todos tenemos días largos y que el espíritu se vuelve tormenta, pero siempre, siempre la calma regresa, en esa orilla donde las hojas se anidaban en sus pies, comprendieron que nunca se lastima lo se ama, dijeron hacer de todo menos daño.
El cabello sobre su rostro, las piernas cruzadas, sentía la mirada, la escuchaba, narraba sus caminos, surcaba en lo profundo, él la admiraba, era fuerte, era fuego, su voz componía singulares estrofas, su cabello recogía, las piernas volvía a cruzar, pequeñas pausas, intervalos de aire, las estrellas fugaces desfilando, leía sus gestos, los detallaba para luego volver a sorprenderse, reconocía la belleza en lo nuevo, la conquistaba de la manera más simple, dándole aquello que nunca tuvo, su voz propia, tenían por costumbre saludarse con los ojos, el reloj perdieron una tarde para nunca más encontrarlo, el tiempo era inexistente cuando andaban por las ramas de los árboles con frutos, cosechaban de la pasión los dulces ofrendados, esa noche, como todas las demás noches, hablaron sin miedo del deseo de vivir por las nubes y caminar entre flores.
Aquella sencilla ceremonia que efectuaron a la orilla de un sendero añorado, con sus manos señalando destinos, fue la primera de infinitas madrugadas llenas de versos, épicas noches donde conocían un poco más del universo, iban permitiéndose la posibilidad de ser como deseaban, no había espejos sociales, no tenían reglas más que una simple, ser como eran bajo las estrellas, como dos niños que jugaban a conocer el mundo, subían en lo alto para observar mejor, se deslizaban como gotas en el tobogán de la vereda, con cuidado pronunciaban los nombres de cada astro, sabían que lo divino era la pureza de sus almas, no era necesario poner definiciones complicadas a las cosas, era simple entender su armonía, él protegía todo de ella, y con esa misma bondad, ella le permitía conocer un poco más del universo. Se acostumbraron a las veredas, a las hojas en sus pies, a las estrellas sobre sus cuerpos, a la noche, a las aves que vuelan para ser libres, a la libertad del que ama, a las mariposas que buscan los colores entre las flores, al aroma de una rosa, incluso, se acostumbraron a los senderos oscuros, a caminarlos juntos afrontando las sorpresas y lo desconocido, cada vez que encontraban una orilla se sentaban para mirarse, con el cabello revuelto o con las piernas cruzadas, de la manera que fuera, siempre se miraban, era su forma de sonreír preferida, cuando alguno de los dos se retrasaba, el otro esperaba pacientemente, no existía el tiempo entre ellos, esa noche, como cada noche, hablaron de las estrellas.