Víctor Salas
A fin de cuentas, un director orquestal también es un comunicador. Debe establecer un clic con sus músicos y, unido con ellos, exaltar los ánimos de los espectadores.
De los jóvenes conductores invitados por la OSY, para trabajar con ella, Josep Vicent resulta ser el más sobresaliente, por la guía emocional surgida de sí para con el conjunto de atrilistas y por su convicción sentimental que se convierte en la del auditorio. No son apreciaciones personales, todo el equipaje de palabras, anteriormente musitadas, corresponden a seis personas que ocupábamos un palco del primer nivel del TPC –todos desconocidos entre nosotros–, surgieron opiniones en el sentido de lo que, en la intimidad del pensamiento y el flujo de las ideas, despertaba el director español. Una señora, antes de emitir sus ideas, pidió disculpas porque, “yo le veía las manos, los dibujos que hacían, la forma en que las movía y pensaba en cómo se sentiría que esas manos me acariciaran”. “Es que él actúa la música, nos hace ver todo lo que suena”, comentaba la otra. “Es libre y desparpajado, no como los nuestros, un tanto acartonados”. “Sus manos me hicieron pensar en todo. Me atraparon”. Así en ese tono
fueron los otros comentarios, todos femeninos. Yo pensaba en Georges Balanchine, quien decía que el ballet es la concreción de la música, su visibilización. Esa definición del genial coreógrafo ruso va como anillo al dedo al trabajo del director Josep Vicent.
Nada más escuchar el forte tutti de la orquesta pensé: “¿Cómo sería nuestra orquesta, teniendo un año a un director como Josep? Mi pensamiento fue más allá: “hasta la taquilla vería más abultado su ingreso”. Y no era una abstracción mental, porque el teatro fue ocupado hasta en la galería, es decir, el último nivel, ese que luce la tristeza de un florero vacío, en cada concierto.
Nada más terminar el primer número, Obertura Carnaval, Op. 92 de Dvorak, el público se entregó al director huésped, quien quiso compartir la ovación con varios de los músicos que tuvieron partes solistas durante la obertura. Ellos se pusieron de pie, agradecidos por la defer="true"encia. El concierto apenas arrancaba y parecía un triunfal final. La sala se hizo volátil en bravos.
Juanjo Pastor es, quizá, el integrante de la orquesta al que se le oferta la oportunidad de ser solista con cierta frecuencia. Interpretó el Concierto para corno No. 4 de Mozart. No es posible sacarle adversidades a su ejecución. Recorrió los tres movimientos mostrándonos el dominio que ejerce sobre su instrumento. Fue muy aplaudido su trabajo y mereció el que interpretara una pieza fuera de programación. De repente Josep Vicent, sacó de su vestimenta una hoja fotocopiada y doblada en cuatro partes. La extendió y entendimos que era el idioma pentagrámico de la pieza referida que, a decir de mis acompañantes, “estuvo más suave y dio más oportunidad de lucimiento al intérprete que, la propia obra mozartiana”.
Y al final, la figura de Beethoven, con su Quinta Sinfonía. Majestuosa, monotemática. Desarrollando su tema principal, hasta la glorificación de la imaginación. El, prodigioso y vivificado, a pesar de los katunes de su muerte, por el portento contemporáneo que resultó ser el español, Josep Vicent.
La noche supo a frontera de lo especial y diferente. Todos supieron el significado de la empatía con el arte. Eso fue gracias (y de verdad, nuestro agradecimiento), a Josep Vicent.