Padre Jorge Martínez Ruz*
En pocos días nuestro estilo de vida ha cambiado bruscamente a causa de la contingencia sanitaria ocasionada por un virus. La cuarentena involuntaria ha estado confrontando nuestras propias estructuras, hábitos y convicciones. Muchos se preguntan ¿dónde está Dios? Y así como, por un lado, no pocos se han aferrado a su relación con Dios, otros tantos atraviesan por intrigantes dudas de fe.
Es así como escuchamos diversas voces que exclaman: ¿Qué ha hecho la Iglesia ante toda esta tragedia?, ¿de qué nos sirve la religión? La primera pregunta es sencilla de resolver, pues tanto la Iglesia como los demás grupos religiosos, e incluso todos los demás niveles sociales, hemos tenido que redoblar esfuerzos por traducir nuestra vida real a una presencia virtual. Difícilmente alguien no se haya visto afectado por esta contingencia, y no haya tenido que esforzarse para adaptarse. Este fenómeno además nos acontece en las vísperas de la Semana Santa, la fecha de mayor actividad para los cristianos en todo el año. Por tanto, como Iglesia hemos tenido tantos retos como los demás grupos, desde traducir las expresiones de fe a una vivencia en familia siguiendo el culto por los medios de comunicación, hasta mantener las ayudas básicas de caridad y acción social que no se pueden abandonar (comedores, dispensarios, despensas, etc.); todo esto sin excluir la crisis económica de la que nadie está exento.
Por otro lado, sobre la cuestión, ¿de qué nos sirve la religión?, ¿acaso una creencia nos ayudará a salir de la crisis? Creo que esta pregunta va más allá de lo que plantea. La religión no consiste en darnos una “etiqueta”, sino que por el contrario, nos vincula íntimamente a Dios, al punto de condicionar nuestro modo de actuar. Para aquel que tiene fe, la esperanza se forja en el horizonte y le brinda fuerza para salir adelante. Pero no se trata solo de una espera, sino la vivencia de valores que se traducen en acciones.
Es entonces que para el hombre de fe, la crisis y la contingencia no son solamente una oportunidad para creer y creer, sino para confrontar las propias actitudes. Así, el amor a Dios se traduce en el servicio al prójimo, cuando evitamos la actitud del “sálvese quien pueda”; cuando esta fe en Dios nos impulsa a motivar a otros para que sigan adelante, o también para cuidarnos de no contagiar a aquellos más vulnerables.
La vivencia de nuestros valores cristianos se debe traducir en un trato caritativo a los demás, evitando que el pánico (resultado de la desesperanza) nos lleve a discriminar a aquellos que por la razón que fuera, se han contagiado con el Covid-19. Quien realmente cree en Dios, valora su salud y la de los demás, por eso se cuida y cuida a los otros, valorando sobre todo a quienes entregan su vida exponiéndola al contagio, como los agentes de salud o servidores públicos; nunca en cambio, rechazándolos por estar en contacto con los enfermos.
Durante esta contingencia sanitaria, todos estaremos puestos a prueba, pero más aún las personas creyentes, no sólo confrontaremos la madurez de nuestra humanidad, sino que tendremos la oportunidad de encarnar los valores cristianos que profesamos. Esta fe es la que le da sentido a nuestra vida, y a todo lo que hacemos por conservarla.
*Coordinador de la Pastoral de Comunicación de la Arquidiócesis de Yucatán