Yucatán

'Yo le rogaré al Padre y Él les dará otro Paráclito”

Homilía del Arzobispo de Yucatán

In láake’ex ka t’aane’ex ich Maaya, kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Dso’ok jo’ p’éel ja’ab, le 24 ti’ mayo, te’ tu kiinil Pentecostés, Papa Francisco tu dsa’aj to’on u Encíclica Laudato Sí’, ti’olal bix u páajtal kalantik u lu’umil Naj Kue’, behora táan u káatik to’on ka xo’onako’on te’ kiino’oba’ ti’olal le Laudato Sí’. Táank káasik bejla’e’ yeetel u ti’al dso’oksik te’ tu kiinil u kiinbensaj u Náaka’ Ka’an Yuumtsil, te’ u láak domingo.

Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en Jesucristo resucitado.

En la fiesta de Pentecostés del año 2015, el Papa Francisco nos entregó la Encíclica llamada “Laudato Si’”, la cual trata sobre el cuidado integral de nuestra Casa Común. El nombre de esta Encíclica está tomado del “Cántico de las Criaturas” de San Francisco de Asís, el cual va alabando al Señor por todas las creaturas del espacio, de la tierra y del agua. El contenido de esta carta ha sido sumamente aplaudido entre los científicos, los académicos y los ambientalistas, como un documento por demás iluminador sobre el tema y motivador para que todos nos ocupemos del cuidado de la Casa Común con un enfoque humanísitico. Lamentablemente, hacia dentro de la Iglesia no ha encontrado suficiente difusión y, tristemente, hay quien piensa que la Iglesia no tendría por qué ocuparse de esta temática.

La creación fue puesta por el Creador en manos del hombre para cuidar y usar de ella responsablemente (cfr. Gn 1, 26-31). Sin embargo, en los últimos doscientos años el ser humano ha abusado de la naturaleza, destruyéndola criminalmente, muchas veces por motivos de enriquecimiento de unos cuantos, provocando el empobrecimiento de poblaciones enteras y contaminando nuestro medio ambiente, afectándonos a todos e, incluso, a las futuras generaciones. Este enorme pecado debe dejar de cometerse, pues todos somos testigos de que en estos dos meses de pandemia la naturaleza se ha estado autorrecuperando: limpiando su aire, las aguas de los mares y de los ríos, los animales moviéndose con libertad, etcétera.

Ya no debe caber duda en la mente de los católicos, en cuanto a que el cuidado de la Casa Común es un asunto propio de la evangelización de los hombres de hoy, como una tarea ineludible de la Iglesia. El Papa Francisco nos ha pedido celebrar este primer lustro de la “Laudato Si’”, dedicándole una semana de reflexión, que iniciamos el día de ayer y que concluiremos en el aniversario de la Encíclica, el próximo domingo en la solemnidad de la Ascensión del Señor. Por ello, esta semana estaré dando en mis homilías una breve cápsula sobre este tema tan importante.

Abundando un poco más en el tema, seguramente ustedes ya saben que ha habido muchos defensores de nuestra Casa Común, mismos que fueron asesinados por quienes defienden los intereses de quienes se enriquecen talando árboles o contaminando en cualquier forma. Esto ha pasado en muchos lugares del mundo, pero sobre todo en países del hemisferio sur, hasta donde tienen sus intereses empresas del hemisferio norte. Aquí mismo en México tenemos un buen número de mártires por el cuidado de la naturaleza.

Lo que San Pedro nos dice en la segunda lectura de hoy, tomada de su Primera Carta, es muy iluminador para el caso de estos mártires, así como para cualquiera de nosotros que sufra a causa de hacer el bien. Dice Pedro: “Pues mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal” (1 Pe 3, 17). Esto mismo se aplica a nuestros médicos, enfermeras y enfermeros que han sufrido insultos y desprecios por parte de algunas personas inconscientes. Dios bendiga y proteja a estos hermanos y hermanas nuestros que permanecen al lado de los enfermos.

Hay otra enseñanza importante y siempre oportuna, que nos da San Pedro en este texto. Nos dice que estemos “dispuestos a dar, al que las pidiere, las razones de la esperanza de ustedes” (1 Pe 3, 15). Se dice, y es un consejo prudente, que hay que evitar hablar de política o de religión en ambientes que pueden resultar adversos, donde se pueda generar polémica. Pero si alguien de buena manera nos pregunta, hemos de tener valor y claridad mental para explicar las razones de nuestra esperanza; porque, aunque superan la inteligencia, estas razones no son contrarias a la misma. Y San Pedro dice algo más: “Pero háganlo con sencillez y respeto y estando en paz con su conciencia” (1 Pe 3, 16).

Estamos a una semana de celebrar la Ascensión del Señor y a dos semanas de celebrar la solemnidad de Pentecostés. Por eso es oportuno el texto del Libro de los Hechos de los Apóstoles, que nos presenta el relato de la excelente obra evangelizadora que Dios iba realizando con el ministerio del diácono Felipe en Samaria, cuya predicación venía acompañada de grandes milagros, como la curación de paralíticos y de otros enfermos, todo lo cual despertó una gran alegría en aquella ciudad.

Luego vinieron los apóstoles Pedro y Juan para completar la misión de Felipe, e impusieron las manos a los que ya habían sido bautizados, para que recibieran al Espíritu Santo. Este es el primer testimonio del sacramento de la Confirmación, conferido por separado del Bautismo. Hasta el presente, sucede del mismo modo, los sucesores de los apóstoles, que somos los Obispos, acudimos a cada parroquia para imponer las manos a los bautizados y así reciban al Santo Espíritu. En algunos casos, además, hay jóvenes y adultos que acuden a la Santa Iglesia Catedral para ser confirmados.

En el Santo Evangelio, según San Juan, continuamos en el ambiente de la Última Cena, en la cual Jesús abunda en enseñanzas para sus discípulos y en despedidas que ellos no entienden. En este contexto, Jesús les promete lo siguiente: “Si me aman, cumplirán mis mandamientos; yo le rogaré al Padre, y Él les dará otro Paráclito, para que esté siempre con ustedes el Espíritu de la verdad” (Jn 14, 15-17). Esta palabra “paráclito”, se refiere al Espíritu Santo y proviene del griego. Ha sido variadamente traducida como “abogado”, “intercesor”, “maestro”, “ayudante”, “consolador” y, ciertamente, es un concepto muy rico que incluye todas esas atribuciones.

Hay muchos que en lugar del “Espíritu de la verdad” prefieren el espíritu de la apariencia, es decir, todo lo que los haga quedar bien, o peor aún, prefieren el espíritu de la mentira, cuyo expositor es el diablo, quien desde el paraíso engañó a nuestros primeros padres. Lamentablemente, hoy sigue engañándonos e invitándonos a engañar, y así hay muchos que están convencidos de que se vale mentir con tal de salir bien librado. Un buen cristiano se deja conducir siempre por el Espíritu de la verdad. No confundamos las mentiras piadosas con las mentiras mañosas: las mentiras piadosas se las decimos a un enfermo, a un anciano, a un niño, para que no sufra; mientras que las mentiras mañosas son las que se dicen para quedar bien o para sacar provecho del prójimo.

Jesús se va despidiendo y prometiendo que volverá. Además, les declara una verdad que es valiosísima también para cada uno de nosotros. Él dice: “Yo estoy en mi Padre, ustedes en mí y yo en ustedes” (Jn 14, 20). Para que esta permanencia sea una realidad es necesario amar de verdad, no sólo de palabras, de ideas o de sentimientos, sino cumpliendo los mandamientos de Jesús.

Promete, además, Jesús: “Al que me ama a mí, lo amará mi Padre, yo también lo amaré y me manifestaré a él” (Jn 14, 21). Esa es la razón por la cual en la oración del “Gloria” de la misa dominical decimos: “Y paz en la tierra a los hombres que ama el Señor”. En el “Gloria” se habla del amor correspondido entre Dios y el ser humano. Dios ama a todos, pero no todos se dejan amar por Él. Y porque Dios nos ama, nos deja en libertad y no nos obliga a amarlo, porque eso no sería amor.

Ojalá que con toda libertad dejemos actuar al Espíritu de la verdad en nosotros y que, así, amemos a Dios y al prójimo, amor que hace tanta falta en estas circunstancias. Que María, la mujer llena del Espíritu, interceda por nosotros y nos acompañe.

¡Sea alabado Jesucristo resucitado!

+ Gustavo Rodríguez Vega

Arzobispo de Yucatán