José Díaz Cervera
No soy una persona melindrosa; mi historia personal me llevó a diferentes puntos de nuestro país y ello implicó un contacto con diversos olores y sabores que aprendí a degustar poco a poco. Cuando viajábamos por algún compromiso familiar, mi madre siempre nos decía: “procuren comer todo lo que les den, pues en ningún lado cabe la gente mañosa…”.
Así fuimos de Michoacán a Nuevo León y de Veracruz a Jalisco, mirando paisajes, escuchando acentos y degustando sabores que fueron abriendo una parte importante de mi sensibilidad.
Aprendí a comer birria y barbacoa; supe que en Michoacán las carnitas se comen con chiles cuaresmeños (que nosotros llamamos jalapeños) en vinagre; en la laguna de Tuxpam, cercana a Iguala, desayuné un aporreadillo guerrerense. Comí armadillo en chiltepín en Martínez de la Torre, al norte Veracruz; tasajo en Oaxaca; tamales de chipilín en Tuxtla Gutiérrez; iguana en la Costa Grande de Guerrero (donde también probé unos fabulosos frijoles costeños); chiles en nogada en Puebla, tacos acorazados en Puente de Ixtla, zacahuil en Huejutla y una lista interminable de tortas, adobos, quesadillas, tamales y empanadas muy diversas.
En Tlaxcala, en un restaurante céntrico ubicado en un callejón aledaño a la plaza de toros, probé un filete miñón hojaldrado (relleno de huitlacoche y escamoles salteados en mantequilla) que fue todo un acontecimiento. Pero la máxima experiencia culinaria que he tenido hasta la fecha, es un lomo de jabalí en salsa de zapote negro (fruto que en Yucatán llamamos xta’uch), preparado por don Fortino Rojas, un cocinero tradicional especializado en comida prehispánica y en la preparación de carnes exóticas.
Al enterarme de la muerte, hace un par de días, de don Fortino, no puedo sino llenarme de nostalgia. La fonda de don Fortino estaba ubicada en la calle de Regina, a unos cuantos pasos de la calle Jesús María, en el corazón de La Merced, en la Ciudad de México. El lugar era sencillo aunque amplio y con un mobiliario muy modesto; las paredes estaban adornadas por pieles de animales silvestres y las mesas y las sillas estaban escrupulosamente limpias.
Con todo, la oferta comestible no era barata, aunque tampoco podríamos decir que los precios eran exorbitantes e, incluso, algunos platillos estaban al alcance de un consumidor promedio. Lo interesante, sin embargo, de la oferta gastronómica de la “Fonda don Chon” (que así se llamaba el establecimiento), es que en ella se podían comer gusanos de maguey con guacamole, jumiles (una variedad silvestre de la chinche), chapulines, escamoles (huevas de hormiga arriera), crisantemos, colorines, flores de calabaza, carne de iguana, de armadillo y de jabalí, entre muchas otras posibilidades donde se contaban, por ejemplo, un mole de guajolote, una buena cecina de Yeacapixtla o un chamorro de cerdo con achiote y cebolla morada (que homenajeaba con creces la gastronomía de nuestra región peninsular), todo ello servido con unas tortillas recién aplaudidas y una espléndida variedad de salsas preparadas a base de una gran diversidad de chiles e ingredientes.
Don Fortino era una especie de sacerdote gastronómico; mirarlo entre sus ollas y sartenes era una delicia; no era, digamos, un hombre de trato cálido, pero cuando traía los platillos a la mesa y explicaba su contenido, se transformaba en una suerte de semidiós mineralizado por una contagiosa alegría interior, serena y aromada.
Entonces comenzaba el festejo donde los protagonistas eran el epazote y el cilantro, las verdolagas y el jitomate, los tomates verdes y el chile guajillo, la semilla de calabaza, las hojas frescas de albahaca, de quelite y de orégano.
La muerte de don Fortino Rojas cierra un ciclo en la vida de la Ciudad de México. A pesar de haber sido protagonista de muchos reportajes nacionales e internacionales, su fonda era más bien un sitio de culto al que peregrinábamos algunos sibaritas de paladar aventurero. El sitio era concurrido pero nunca lo vi lleno, quizá por ubicarse en un barrio bravo; sin embargo, era común encontrarse en alguna visita con personajes de la vida pública como Manuel Camacho Solís, Jacobo Zabludovsky o Rafael Ramírez Heredia.
Yo conocí el lugar un domingo en la primavera de 1986, después de un homenaje que se le hiciera a Carlos Illescas, en el Palacio de Minería. Al terminar la ceremonia, alguien propuso que fuéramos a la fonda de don Fortino y en grupo acudimos al lugar; cuando el anfitrión supo que festejábamos a Carlos, preparó una tlayuda oaxaqueña untada de una mermelada de uvas silvestres que él preparaba, y la aderezó con algunos pétalos de crisantemos y polvo de queso añejo… un obsequio delicioso que puso broche final a una comida espléndida.
No sé si don Fortino dejó sucesores. Sería lamentable que no fuera así. Yo escribo estos párrafos para dejar en ellos un testimonio de gratitud, no sólo por haberme proporcionado el máximo goce culinario de mi vida, sino por la pasión silenciosa con la que este hombre defendió siempre nuestras más caras tradiciones gastronómicas; lo que en la fonda de don Fortino era un platillo gourmet, hace muchos años fue la comida rutinaria de nuestros antepasados.
Con su labor, don Fortino también nos permitía percatarnos de la triste vida de nuestro pueblo empobrecido económica y culturalmente, alimentado de refrescos embotellados, frituras y golosinas; creo que muy pocos niños mexicanos han probado la flor de calabaza o los quelites y sí las botanas grasosas, saladas e hipercalóricas que se venden en bolsas coloridas y que parecen la panacea de muchos padres de familia. La cocina de don Fortino era también un pequeño espacio de resistencia cultural que, tal vez, se perdió para siempre.