“No nos da pena decir que somos pobres, que si estamos en este asentamiento irregular es porque tenemos necesidad y ya no podíamos pagar una renta, pero que nos insulten, nos agredan porque nuestro único pecado es tratar de vivir dignamente eso duele, eso lastima y ofende; sentimos impotencia, nos da dolor que nos traten de esa manera en las redes sociales: lloramos por todo lo que nos dicen”.
Estas son las palabras de las señoras Beatriz Chim, Sonia Pérez, Petrona Torres López y Herminia Valadez Delgado, quienes habitan desde hace siete años en humildes casitas hechas de cartón, madera, plásticos y pequeños trozos de tablas ubicadas a espaldas del fraccionamiento La Guadalupana, entre las calles 191, 187 B1 y 187 C1, al Sur de la ciudad.
“Aquí fuimos levantando nuestras casitas, tapamos los costados con algunas tablas y las reforzamos con plásticos para evitar que el agua entrara ahora que llovió tanto, pero de todas formas se nos metió el agua por todos lados, las láminas no soportaron la fuerza de la lluvia, el agua corría como ríos y entraba por todos lados y salía a los espacios bajos; fue muy feo lo que vivimos la semana pasada con tanta lluvia”, dijo doña Nicolasa Sánchez Martínez.
Son 25 viviendas, en algunas de ellas viven hasta dos o tres familias que junto con otras tantas no tuvieron más opción que ocupar un espacio en donde no causan afectaciones, pues los alrededores están bardeados por los dueños de otros predios.
Sólo agua potable
“Algunas de las mujeres salen a trabajar en que haceres domésticos, mientras que los hombres en su mayoría son albañiles, pero después de casi tres meses finalmente pudieron salir a tratar de ganar algo de dinero porque no teníamos qué comer; fue muy duro y más porque no contamos con energía eléctrica y por lógica no tenemos hielera; entonces, cuando compramos algo para comer lo hacemos con lo necesario para que no se nos eche a perder lo poco que podamos comprar, pues tampoco hay mucho dinero, sólo el agua potable que la Japay nos puso con dos tomas, eso sí tenemos”, añadió.
“Sin embargo, creemos como mujeres que tenemos a nuestros hijos, a nuestros nietos, a nuestras familias, no es justo que nos ataquen como lo hacen en las redes sociales; no saben lo que nosotros tenemos que vivir con un piso de tierra, un techo de plástico y pedazos de madera, que cuando llueve el agua pasa por tus pies de un lado a otro”, añadió doña Herminia.
Su esposo está enfermo, pues ambos sufrieron un accidente en una motocicleta; él se encuentra en recuperación sin poder trabajar como albañil; a ella se le acabó el trabajo como bordadora, porque la fábrica que le encargaba diversas prendas de vestir cerró sus puertas por la pandemia y ahorita no sabe si van a volver a abrir.
Soledad e impotencia
“A veces nos sentimos en la soledad, en la impotencia de querer llorar y nos preguntamos si el ser pobre es un pecado o si tratar de salir adelante es un delito, simplemente ya no podíamos pagar una renta y buscamos un lugar donde hacer nuestras casitas como vayamos pudiendo, pero no ofendemos a nadie, no le causamos daño a nadie; entonces por qué nos tratan así”, se preguntaron las señoras Beatriz, Sonia, Petrona, Herminia y Nicolasa.
A su vez, Martha Elena Camal Uicab dijo que llegó a vivir a este asentamiento hace cinco años, junto con su esposo y un nietecito de tan sólo diez años.
“Yo siempre pagaba renta, pero la crisis y el desempleo ya no nos lo permitieron y por eso me vine a vivir acá, pero es muy difícil y como hemos podido le ponemos láminas de cartón al techo y a los lados plásticos con tablas; pero, por ejemplo, ahora que llovió se nos metía el agua por todos lados; vea mi cocinita, es puro lodo, pues no tenemos piso más que de tierra; es duro y más ahora que se vino lo de la pandemia, apenas hemos podido subsistir porque mi esposo siempre salía a tratar de trabajar y ganar para no dejarnos sin comer, eran 200 ó 300 pesos los que traía a la semana y con eso compramos frijolitos”, dijo.
“No alcanza para más”
Doña Fabiola González vive en las mismas condiciones de marginación que el resto de las familias; su esposo es albañil y sale todos los días en busca de algo de trabajo para ganar también 300 pesos a la semana y, con ello, sostenerse como matrimonio y alimentar a su hijo.
“No alcanza para más, aquí sólo comemos frijolitos, vivimos al día porque la situación no nos permite cocinar otro tipo de alimentos, pero todos estamos igual”, indicó.
Hay una mujer que a pesar de su edad no se rinde, lucha para ganarse unos pesos cortando la hierba en casas de los alrededores; incluso, sus propios vecinos la contratan para apoyarla a fin de que tenga algo para comer. Se trata de doña Pepita.
“Yo aquí vivo solita, no puedo estar con mi hija porque su casa es muy pequeña, ella está con su esposo y su hija y por eso yo estoy aparte, tengo mi camita y mis cositas; aquí corto la hierba en las casas y me dan un poco de dinero y con eso compro para comer; son cien pesos que gano a la semana porque a veces no hay trabajo”, concluyó.
(José Luis Díaz Pérez)