Campeche

El Guanal, tres días de infierno que vivió la isla: HISTORIA

En 1850 tuvieron lugar una serie de incendios que aniquilaron el progreso que vivía la Isla
El templo de la Virgen de la Asunción también fue amenazada por el fuego; los pobladores sacaron la imagen entre cantos y oraciones para ponerla a salvo / ESPECIAL

Una isla como territorio conlleva ventajas, pero también riesgos, si no, el término “aislado” no tendría sentido. Puede servir como protección ante una amenaza continental, así como quedar fuera de toda ayuda en caso de ser víctima de una.

En el caso de Ciudad del Carmen, la isla se convirtió en refugio de habitantes de Camino Real y Yucatán durante la sangrienta Guerra de Castas, quienes se asentaron al norte de los dos barrios originales que tuvo la ciudad: El Guanal y La Puntilla.

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Como todo fenómeno migratorio, esta relación con los recién llegados produjo cambios, y cambios sumamente importantes. Para empezar, el demográfico, al incrementarse la tasa de crecimiento de la población un 300%; luego, el cultural: los nuevos vecinos trajeron consigo usos y costumbres desconocidas para los laguneros que con el paso del tiempo se mezclaron y consolidaron o desarrollaron su identidad. Sin embargo, estas personas también contribuyeron en el aspecto económico, que es gran parte de lo que nos compete tratar.

Partamos del hecho de que, en 1850, Carmen era esencialmente un lugar orientado a la pesca y la explotación del palo de tinte; sus escalas de producción eran mínimas y estaban destinadas básicamente a este comercio, situación que los migrantes continentales cambiarían prácticamente de sopetón.

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En efecto, las familias que se avecinaron en el nuevo sector al que bautizaron Pueblo Nuevo, y que hoy se conoce como barrio de Tila, comenzaron a implementar otras actividades que eran parte de su herencia, entre estas, los cultivos de maíz, frijol y arroz, que expandirán por el territorio en general, además de uno sumamente importante para la época y que despegaría en los años posteriores: el henequén.

La conjunción de estas formas de vida, porque en suma son eso: modelos de creación de riqueza, daría sitio a una bonanza bastante rápida que atrajo a más foráneos a residir a Carmen, varios de ellos españoles, que depositaron ahorros y fortunas en tierras y negocios que levantaron la ciudad y la región en un santiamén. 

Para 1850, a tres años del arribo de los laguneros adoptivos, la isla tenía una fisonomía distinta y el número de establecimientos comerciales aumentó junto con fincas y haciendas en el resto de la laguna. Lo mercantil dejó atrás lo político y surgieron en la ciudad las acumulaciones de patrimonio en un cierto número de hombres de negocios; es decir, las fortunas comenzaron a florecer. Podemos decir que Carmen había entrado velozmente en otra etapa.

Pero ese mismo año, 1850, el destino tiró las cartas y Carmen perdió el albur. Y perdió bajo el manto de una de las peores tragedias que puede sufrir una ciudad y que condenó a sus habitantes a un horrible periodo de zozobra y desesperanza: un incendio.

El día 16 de marzo, sábado caluroso, como lo es Carmen, en el emblemático barrio de El Guanal, cuando todos dormían, aproximadamente a las dos de la mañana sorprendió a los vecinos el primer grito de ayuda por el fuego que se había desatado en la casa comercial “El Fénix” (irónico nombre porque aquí las cenizas fueron ley).

La velocidad de las llamas fue apuntalada por los mismos techos a los que El Guanal debía su nombre: el guano prieto o palma de las Antillas, lo que originó que el fuego devorara como fichas de dominó cayendo en hilera las casas aledañas. De esta forma, en menos de una hora el área pasó a convertirse en un conjunto de hogares que crepitaban carcomidos por las llamas.

Este siniestro fue combatido con bravura por los pobladores y autoridades, quienes lograron extinguirlo luego de casi un día. Pero los efectos fueron devastadores; según los cálculos del momento, 22 viviendas habían dejado de existir arruinando a sus ocupantes, que desamparados deambulaban por las calles, unos llorando y otros desorientados.

Lamentablemente, de manera por demás increíble (lo que dio pie a una serie de suspicacias sobre el origen del fuego), a punto del amanecer del 18 de marzo, a horas apenas de haber sido controlado el primer incendio, se escucharon nuevos gritos de “¡Fuego! ¡Fuego!”, esta vez en una panadería de un sector llamado “La Mostacilla”.

A diferencia del primer evento, este no tuvo compasión de la colonia y sometió a los guanaleños a sufrir uno de los momentos más dramáticos y sombríos de la historia de Carmen. Simplemente el fragor de las llamas superó la reacción de los más de 500 habitantes que se movilizaron para salvar personas y pertenencias. Las bocanadas de fuego se engulleron casa tras casa y comercio tras comercio. Como una ola la lumbre arruinó patios, granjas y cultivos. Madres con sus hijos huían a la playa a refugiarse de esa tormenta incendiaria mientras los hombres intentaban detener su avance.

Desde la ciudad de Campeche se mandó ayuda, pero el tiempo no era buen aliado y para el mediodía de ese fatídico lunes el fuego se presentó frente al templo de la Virgen de la Asunción a reclamar su turno.

Lo que siguió forma parte del fervor religioso y la desesperación: un cuadro dantesco, mezcla de temor y valor, con los feligreses cargando la imagen entre cánticos para salvarla del incendio, y la cual refugiaron en lo que hoy es el actual Parque Zaragoza.

Finalmente, después de una jornada sin tregua, exhaustos, los habitantes de la ciudad lograron derrotar las llamas, pero el costo de la batalla dejó ver que no, no fue una victoria. Gran parte de Ciudad del Carmen quedó pulverizada; las crónicas hablan de que tres cuartas de los barrios resultaron barridos por el siniestro, lo que significa que alrededor de 300 viviendas y casas comerciales acabaron en escombros humeantes.

La suma de las pérdidas sacudió el alma de los habitantes, al estimarse en 310 mil pesos de la época los daños materiales y en 260 mil pesos el quebranto en mercancías. La cifra podía catalogarse como irrecuperable.

Justo aquí la historia toma dos caminos: el del milagro y el de la sospecha; el del milagro porque los dueños de las principales fortunas se convirtieron en financistas (agiotistas, en términos menos gustosos) y prestaron los recursos para la pronta recuperación de la ciudad, destacando entre ellos Esteban Paullada, Victoriano Niévez, Domingo Trueba, Pedro Requena, Benito Anizán y Juan Repetto. Con sus contribuciones y créditos, la Isla pudo recuperar en menos de tres años sus calles, casas y comercios, aunque también el Gobierno del Estado participó con el envío de material para la reedificación de los barrios destruidos.

El de la sospecha porque los grandes beneficiados por este devastador evento fueron precisamente estos hombres de sólido patrimonio; uno de ellos, el más apuntado por algunos ciudadanos, resultó Repetto, debido a que milagrosamente ninguna de sus propiedades estuvo entre las afectadas y porque se argumenta que se convirtió en el principal acreedor después de la tragedia ¿Coincidencia o verdad? Este sigue siendo asunto de discusión entre los que conocen el tema.

Lo cierto es que para 1854, Ciudad del Carmen estaba básicamente en pie otra vez, sólo que ahora la lección sufrida originó una nueva etapa en su urbanización: las casas dejaron de ser cubiertas con techos de guano y para las paredes se abandonó la madera. Así, de este modo, se pasó al Carmen de tejados y paredes de piedra cortada e incluso ladrillos traídos de Europa. Todo suceso crea su propia lógica.

Con todo esto, Carmen volvió a sufrir otro incendio en 1851, pero en esta ocasión el fuego fue vencido tan rápido como un chancletazo.

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