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Cultura

Los talleres literarios

Jorge Cortés Ancona

Hace 30 años, en la Biblioteca Central Manuel Cepeda Peraza existió un taller literario de carácter temporal dedicado a la poesía y del cual era yo uno de los dos coordinadores. Algunos de los asistentes contaban con experiencia literaria y unos cuantos carecían por completo de ella, incluso como lectores.

Una de estas personas sin experiencia, una mujer joven, llevó tres textos rimados de tema sentimental. Con el vago propósito de frenar las potenciales burlas, ofrecí repartir las copias de los textos, pero apenas entregadas estas ya se escuchaban las indirectas: “¿Ahora estás escribiendo canciones rancheras, Cortés?”, “¿Estás compartiendo tus desahogos?”. La autora leyó los textos en voz alta y las críticas negativas que recibió fueron demoledoras. En vano, los dos coordinadores pedimos que fueran más mesurados en sus críticas, pero estas arreciaron en su intención hiriente. La joven, con el rostro desencajado pero sin perder la compostura, reconoció su total inexperiencia y agradeció a pesar de todo la andanada negativa.

Fue una sesión desafortunada y los dos coordinadores decidimos que era necesario evitar que la muchacha y las otras personas noveles siguieran siendo víctimas de lanzazos despiadados. Trazamos un plan para prevenir futuros casos similares, pero a la semana siguiente, justo el día fijado para el taller, se atravesó el huracán “Gilberto”, y por razones indirectas derivadas del mismo, fue obligado suspender también la sesión siguiente. Cuando reanudamos tres semanas después no regresaron ni a esa sesión ni a ninguna otra aquellas personas sin experiencia. Por tal motivo, me propuse que si algún día posterior, por aquello de las vueltas azarosas de la vida, volviera a encontrar a aquella muchacha, la alentaría a seguir escribiendo o cuando menos a procurar que no terminase odiando la literatura. Pero han pasado tres décadas y jamás volví a verla ni a saber de ella.

Esas actitudes eran sintomáticas de una manera de ser de ese entonces. Algunos éramos pasionales, rabiosos, porque creíamos que la literatura era un eje de la vida. Que el acontecer de la poesía tenía repercusiones en cualquier ámbito social de Yucatán y de México. Era parte de una reacción contra un mundo intelectual que veíamos como caduco, con escritores que seguían pensando que lo más moderno en poesía eran García Lorca y el Neruda de los 20 poemas de amor y que consideraba que Yucatán era el centro del mundo. Los pocos escritores que tenían una visión más clara y más abarcadora vivían en su torre de marfil, en la cual, a la larga, habrían de petrificarse.

Era un tiempo en que la galopante crisis económica había limitado la llegada de libros españoles, además de encarecer tanto estos como los mexicanos a un grado inalcanzable para los jóvenes de clase media. La solución eran los pocos sitios donde vendían libros de segunda mano, lo cual tuvo como una feliz consecuencia para algunos que nos viéramos obligados a leer en inglés y francés los libros que en sus traducciones están lejos de nuestro alcance. Las bibliotecas públicas no tenían aún el mismo grado de apertura para los usuarios ni el acervo que existe ahora. Ser dueño de una computadora personal no se nos pasaba siquiera por la mente.

Casi todos los autodenominados talleres literarios eran puntos de reunión de amigos para brindarse elogios mutuos. No obstante, un espacio que mostró una actitud más propicia para seguir caminos creativos fue el taller literario de la UADY, dirigido por Joaquín Bestard. Nunca fui integrante de ese taller ni de ningún otro (aunque sí he coordinado el del Centro Estatal de Bellas Artes de 1988 a 1990, más centrado en el análisis de textos, y algunos otros de carácter temporal y género específico), pero sí me beneficié de los logros alcanzados por quienes participaban en el mismo.

A partir de haber conocido a Juan Trejo, uno de sus primeros miembros y que era dependiente en la Librería Dante, conocí a Bestard y fui conociendo de manera gradual y encadenada a los demás integrantes: a Javier España, y a través de él a Jorge Pech Casanova y por medio de este a Víctor Garduño, Carolina Luna, Arnaldo Ávila y otros integrantes. Contadas veces asistí a algunas sesiones, ya que prefería conversar con ellos a la salida, en la Cafetería Pop. Mucho de lo que ahora existe se fue gestando desde esas conversaciones informales. Eran años de optimismo, donde los que mostrábamos interés por la literatura éramos amigos y nunca se nos ocurría que las instancias gubernamentales llegaran a ocuparse de nosotros. Sin embargo, a la larga, varios al poco tiempo ya éramos parte de la burocracia cultural.

Ese taller fue una de las semillas que crecieron y que han permitido cambios favorables en materia literaria y de lectura. Las condiciones de ahora son muy distintas, con un mayor número de posibilidades de publicación, incluso internacionales, y sin tener que depender de las instituciones de gobierno, que desde hace algunos años solo son una más de las varias opciones en el terreno literario. Las condiciones ahora son más libres, con mejores medios técnicos, con más modos de difusión, con una disponibilidad de obras abrumadoramente mayor para su lectura tanto de manera impresa como electrónica.

Y quiero remarcar esa libertad, de la que quizá no tengan conciencia quienes participan ahora en los talleres literarios de distintos niveles y con diferentes maneras de trabajar. Si bien, históricamente pienso ante todo en el brillante y fructífero punto de partida de los talleres de Juan José Arreola –dignos de recordarse ahora en su centenario y siempre–, tengo también en cuenta la ominosa difusión que alcanzaron como recurso de cooptación política en la década de 1970.

Tomo demasiado en serio a Roberto Bolaño con su reiterada crítica a la intelectualidad mexicana en su sujeción al poder gubernamental. A Bolaño, que nunca trabajó para ningún gobierno y en cambio sobrevivió como empleado de tienda, cargador, vigilante y en otros trabajos asalariados hasta que al final de su corta vida pudo respirar económicamente como un escritor profesional.

Su visión de la intelectualidad mexicana, en especial de los poetas y novelistas es ominosa como se puede ver en Los detectives salvajes y 2666. Pero también en otra de sus novelas póstumas, El espíritu de la ciencia ficción, donde se habla de los talleres literarios de México en relación con una teoría conspirativa.

Bolaño parece vincular el auge de los talleres literarios en la década de 1970, cuando él vivía en México, con el poder político, a través de una yuxtaposición de historias. En un pasaje de la novela, hace referencia a las memorias de un sacerdote chiapaneco llamado Sabino Gutiérrez (que remite irónicamente al poeta Jaime Sabines, cuyo segundo apellido era Gutiérrez) en el antiguo Congo Belga, donde es testigo de una fiebre de producción carpintera en una aldea de nativos, bajo la dirección de un misionero llamado Pierre Leclerc. Aunque se trata de muebles, juguetes, objetos indefinidos y objetos artísticos, estos productos no logran tener éxito de mercado, y en cambio desgastan a los propios nativos al dejar de lado sus cosechas y rebaños. Una de las consecuencias ocurre “quizá por error”: una matanza donde son víctimas el propio Leclerc y trescientos nativos.

La otra yuxtaposición que se hace con los talleres literarios es el auge de los juegos de tipo bélico, algunos realistas en sus procedimientos, otros en cambio solo de mesa.

Luego de este pasaje y las dos yuxtaposiciones cabe preguntarse si el gobierno federal mexicano de ese entonces promovió los talleres literarios y las publicaciones de poesía con mirar a un control político. Pareciera entonces que la intención del poder gubernamental era que la rebeldía estudiantil y las potenciales tendencias guerrilleras de los jóvenes luego de 1968 se canalizaran hacia la creación obsesiva de poemas y cuentos, o bien, que sus labores tallerísticas se convirtieran en inocuos juegos de guerra, lo cual también es irónico, aunque conlleva una carga de verdad. Las luchas serían entonces no de los jóvenes contra el mal gobierno, sino entre poetas y grupos de poetas. Ello se ve en el hecho de que incluso El Mofles, un pobrísimo mecánico de motos, es autor de escritos literarios. No dejo de señalar el grado de pendejez y banalidad con que los coordinadores e integrantes de los talleres literarios mexicanos de esos años son retratados por Bolaño.

¿Qué trasfondo de poder y literatura se camufla con insistencia en la obra de este novelista? ¿Por qué la dureza de frases como la de considerar a los autores de revistas de poesía de esos años como “artistas del fuego, artistas del detritus, desempleados y resentidos, pero no intelectuales”. O, en palabras de un funcionario cultural, decir que son: “Víctimas […]. Actores inconscientes de algo que con toda seguridad yo no veré. O tal vez ni siquiera eso: una combinación del azar carente de significado. En los Estados Unidos les está dando por el video, tengo buenos datos. En Londres los adolescentes juegan durante algunos meses a ser estrellas de la canción. Y no pasa nada, por supuesto. Aquí, como era de esperar, buscamos la droga o el hobby más barato y más patético: la poesía, las revistas de poesía; qué le vamos a hacer, no en balde esta es la patria de Cantinflas y de Agustín Lara”.

Como mero dato derivado, en Yucatán, en esos mismos años, se creó el que tal vez sea el primer taller literario formal en Yucatán, denominado Platero y a cargo del poeta y pintor Inocencio Burgos, transterrado español desde su niñez, que vino a radicar a Mérida por corto tiempo y que habría de suicidarse en la capital del país en 1979.

Ya estamos lejos de esas malas artes de cooptación política, aunque siempre está latente el riesgo del tormentoso bullying. Es de anhelar que los talleres literarios sigan siendo sitios de encuentro entre personas imaginativas, analíticas y cuestionadoras. Donde la palabra tenga siempre un sentido de construcción. Espacios donde es claro que no todos habrán de salir como autores de narrativa, poesía, ensayo o dramaturgia, pero donde sí algunos podrán ser editores, correctores, animadores o, especialmente, lectores avezados. Esto me trae a la mente a una escritora de la Ciudad de México, que en la misma Biblioteca Cepeda Peraza contó que formó parte de un taller de poesía, del cual ella salió como poeta y quien sería su esposo como un magnífico lector de poesía.

La crítica en los talleres literarios debe ser aguda, severa, pero expresada siempre con respeto. Considerando contextos, edades, niveles de educación y sobre todo la dignidad de las personas. Que no ocurra lo que con aquella chica de 1988, que quizá no volvió jamás a tomar un libro de poesía, o que, haciendo tabla rasa de aquel mal momento, quizás sí lo hizo.

Hace 30 años no teníamos tanta claridad en lo que respecta a los derechos humanos y ahora sabemos que la literatura es en los hechos una actividad marginal de la vida social y política de México, que nuestras batallas tuvieron mucho de absurdo y solo nos desgastaron estérilmente. Pero también tenemos claro que podamos llevar la literatura a un plano más prominente de nuestra sociedad, haciéndola más crítica, más necesaria, más profundamente humana.

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