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Pedro de la Hoz

No siempre Charles Aznavour (1924-2018), el mítico chansonnier que dijo adiós esta semana, cultivó el aura de suave melancolía en sus interpretaciones. A la vuelta de los años, cuando andaba ya por los 82 años y tras grabar la friolera de 53 álbumes, y acumular 800 canciones y 55 películas en su trayectoria hasta ese momento, viajó a La Habana en octubre de 2006 para darse el gusto de sazonar con los sabores del trópico sus canciones.

De aquella empresa quedó el disco Colore ma vie (Pinta mi vida), que en febrero del año entrante tuvo su estreno mundial por el sello Odeon, subordinado a la transnacional EMI.

Doce canciones integran la selección del curioso experimento. Aznavour entonó las piezas como él sabía hacerlo y un grupo acompañante, básicamente formado por músicos cubanos, puso ritmos y acentos oscilantes entre la salsa, el bolero, el chachachá y algún que otro pasaje mambeado. Se pudiera suponer que cada cual andaría por su lado, mas no fue así: hubo una química tangencial pero evidente.

En buena medida el encuentro quedó sellado por el liderazgo de los músicos de la isla, ejercido nada menos que por Chucho Valdés, quien ya era por entonces y desde hacía rato el ícono más emblemático del jazz afrocubano de la segunda mitad del siglo pasado.

Chucho comentó sobre su fichaje: “La estrategia es increíble, nunca había visto a nadie que se le hubiera ocurrido contraponer unas letras y un mensaje de tal profundidad con este tipo de acompañamiento vivo y rítmico. Es un trabajo que dará que hablar”.

No se habló tanto como se debía, sin embargo, el álbum es mucho más que una rareza en la discografía de ambos colosos de la música popular contemporánea.

Por un lado, Aznavour se apartó hasta cierto punto de los temas más frecuentados en su repertorio. Hay canciones de amor, sí, pero junto a estas aparecen clamores ecologistas –en La terre meurt se refiere a “los océanos despoblados” y “los residuos nucleares”–, alusiones a la tierra de sus ancestros –en Tendre Armenie lamenta cómo ha sobrevivido “la peor, pobre y tierna Armenia” entre conflictos intestinos y terremotos–, y reflejos de una parte de la realidad parisina que no sale en la publicidad turística –es el caso de Moi je vis en banlieue, testimonio de quienes “habitan en sótanos podridos con escaleras destartaladas donde encuentran “todo, belleza, alimañas, pequeños comerciantes inteligentes y estudiantes serios”.

Por otro lado, el disco para nada es opresivo. El fuego tropical, discreto y atemperado, es atizado como quien aspira a que sus llamas refuljan en espacios nunca antes visitados por el protagonista.

Era tanto el deseo de Aznavour y Chucho por salir airosos, que en el estudio de grabación de la Egrem bastaron unas pocas sesiones. El francés había conocido a Chucho por mediación de otro gran compositor, Michel Legrand. Aznavour estaba por esos días buscando un sonido que se pareciera a lo que se traía entre manos, sin que por ello arriesgara estilo e identidad.

Apostó por el fundador de Irakere y mucho más cuando en La Habana escuchó el resultado de las orquestaciones. Hasta se dio el lujo de meterse en los entresijos del son más tradicional, tentado por el ritmo del pianista, al grabar Oui, la décima pista.

Años antes, exactamente en 1999, Aznavour había hecho dúo con el inefable Francisco Repilado, Compay Segundo, en la pieza Morir de amor. De aquel encuentro se conserva una foto muy simpática, no así de la grabación con Chucho, apenas una borrosa imagen incluida en el disco. En todo caso, vale la huella sonora del trabajo que los reunió.

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