Por Conrado Roche Reyes
II
–Quedamos en que llegaste a la capital a bailar folclor y te dedicaste a la bohemia, ¿qué paso?
–Pues después de trasnochar, seguir bailando y cantando. No había más mundo que el nuestro. Nos sentíamos incomprendidos. Nuestra hegemonía era la danza y el teatro. Nos parecía terrible el desprecio social y llorábamos por eso. En esos años nadie quería saber del folclor mexicano. No había llegado doña María Esther Zuno de Echeverría a Los Pinos.
Alberto Cervera espejo fue otro personaje que atendía tareas artísticas en el IMSS. El jefe de toda aquella maquinaria era Guido Espadas Cantón, joven de excelente humor y que llegaría a ser alcalde de Mérida. En el teatro del Seguro Social conocí la propuesta y obsesión de hacer temporadas permanentes de danza, de presentar folclor cada domingo. De allí surgieron jaranas que hasta hoy se bailan como repertorio de diferentes grupos; Aires Yucatecos, Mi lindo Motul, la Danza de las Cintas, El Torito, con su remate de cinco tiempos que antes no existía. Allí se iniciaron estas ideas. Hablamos de 1966. Bailábamos estampas de Jalisco, Michoacán, Yucatán y Tamaulipas, con el deseo de que miles de turistas llegaran a nuestro teatro. Aspiraciones infructuosas. La danza me obnubilo. Era lo único importante en mi vida; no cabía otro suceso. Para poder dedicarme a ella, desde la secundaria mentía en casa. Le decía a mi mamá que iba a la escuela y me largaba a los ensayos o a los cafés de artistas. El Férraez, por ejemplo. Nunca encontré la forma de conciliar la danza con los estudios. Ya en los golpes de pies, esos andares me llevaron a Bellas Artes, a la escuela de folclor, en la que José “Pepe” Cervera –nombre excluido de la historia oficial del folclor yucateco– tenía un papel destacado. Pepe Cervera dirigía un grupo folclórico y pertenecía a esa organización. En Bellas Artes conocí al maestro Alfredo Cortes Aguilar, quien vio en mí la posibilidad de un bailarín clásico. Él me brindó las primeras enseñanzas. El ballet produjo su encantamiento y me apresó. Hasta hoy, no lo pude aceptar.
–Sí, pero cómo llegaste a México.
Después de Alfredo vino México. En esa época todavía se hacían cursos de verano de folclor. Se efectuaban en la Academia de la Danza Mexicana. Conocer la capital del país en esa época fue lo mejor que me pudo pasar en la vida. Allí me politicé, me instruí para la vida y las labores; aprendí a cocinar, a lavar la ropa, sostenerme con mi propio esfuerzo y ser solamente yo. Antes de la capital solo había visto matas de huaya, ciricote, ciruela y chaya. Conocer sauces, abedules y eucaliptos fue no querer dejar de mirar el bosque nunca. Vegetación y cielo, agua, temperatura y comida, calles, avenidas, arquitectura, pensamiento, profesión y amistades tomaron en mí organicidad, que ya nunca escaparon de mi tabla de valores en la vida. Allí fueron mis primeras amistades, esas que no se frecuentan, pero que son imágenes para toda la vida; Socorro Bastida, Alejandro Schwartz, Javier Marines, Yuriria Iturriaga, me acercaron al México pensante, comprometido y demandatario. México significó conocer personalmente a Amalia Hernández, Nelly Happey, Bodil Genkel, Rosa Reina Marenco, Martha Bracho, Madam Hambre, Felipe Segura, Clementina Otero de Barrios, Nives Paniagua, Josefina Lavalle, Chapina Peñaloza, Jorge Cano, Ana Mérida, Antonio López Mancera y la importancia dancística mexicana. Fui Cuerpo de Ballet del Ballet Clásico de México, compañía del INBA. El trabajo lo asumí como todo lo que he hecho en la vida, desde la óptica geminiana, con exageración y extremismo, de manera incontrolable e incansable. Estaba maravillado. Desde entonces existió en mi cultura el muralismo mexicano y todo lo que había en el arte mexicano. Amé el barro y la artesanía mexicana. La ropa del indio y sus huaraches. Muchos años me vestí así. Lo dejé porque los hippies lo hicieron suyo. Algún día retomaré esas vestimentas.
–¿Qué escuela de ballet te gusta más?
–De todas, sin dudarlo, la rusa. Me sigue pareciendo inteligente, sofisticada, integral, clara, precisa, musical y con una estética más allá de las condiciones del ser humano. Lo ruso no se compara con nada.
–Copiarías la escuela
– De ningún modo. No sería capaz de copiar nada de esa cultura. No tengo cualidades miméticas. La personalidad propia me parece insustituible, la definición propia, indiscutible. Fíjate que nunca hubiera querido ser Tutankamón, aunque admiro la cultura egipcia; ni Julio César o Kennedy o Nuréyev o Baryshnikov o Fidel Castro. Solo he querido ser Víctor Salas. Claro, todos ellos han dejado elementos educativos o cognoscitivos en mí, pero de eso a emularlos hay mucha distancia.
–¿Qué te sientes? ¿Eres fregón, muy importante?
–Nunca me ha importado la trascendencia. No tengo idea de esa palabra. Considero ese desapego muy mexicano, ya que nuestra historia la tomamos en tono de chorcha y los políticos han contribuido a esa actitud, pues ellos mandan al baúl del olvido todo lo que se refiere a las personalidades históricas de cualquier entidad. Esas que han hecho historia a pesar de ellos. Entonces, ¿cuál trascendencia? Quisiera ver si después de muerto tendré un recuerdo oficial, una estatua o mi nombre en oro en algún recinto. Eso, viejo, es un tributo que sí en lo inmediato se rinden los políticos. Si en vida no obtienes siquiera una seguridad para comer o para realizar un trabajo, ¿cómo hablar del asunto de la trascendencia? Después de la muerte, ni la estatua me importa, ni los reconocimientos post mortem, aunque fuera el premio Príncipe de Asturias o el Nobel al Esfuerzo Cultural. Para mí, el reconocimiento en vida es lo que vale. Lo que mis sentidos y mi ego puedan disfrutar hoy. ¿Entusiasmos en ultratumba? ¡Por favor, para nada! Jalapa me acerca definitivamente a Yucatán, al esfuerzo que no he detenido, hasta hoy, en pro de la danza. Fui miembro fundador de la Facultad de Danza de la Universidad Veracruzana y de la Compañía de Danza Contemporánea de la misma casa de estudios. En Jalapa concluí lo que intelectualmente había realizado en México. En esa ciudad los personajes y personalidades del arte y la cultura se agolparon. Allí se dieron cita Miguel Littín, Pablo Perelman, Emilio Carballido, Leticia Tarrago, Fernando Vilchis, Xavier Francis, Rodolfo Reyes, Rocío Sagaon, o Luis Fandiño. En Jalapa aprendí a ser bailarín contemporáneo. La experiencia fue estupenda. Lo hice en medio del boom cultural que incentivó Roberto Bravo Gascón, rector de la Universidad Veracruzana. Jalapa fue el cine arte, el teatro, la tertulia, las pláticas de gran intelectualidad, el ahondamiento en el estudio del marxismo, la definición política y el conocimiento de la activación dancística. A través de la UV, Javier Francis y Rodolfo Reyes, recibí una educación sólida en lo referente al cuerpo humano, la música, la composición coreográfica, en la necesidad de llevar la danza a la puerta misma de cada poblado.
En 1974, junto con Carmen Ceron fundé el Ballet de Cámara de la Universidad de Yucatán. Las experiencia se conjuntaban; lo de Huacho Cortés y el Seguro Social, el Ballet Clásico 70, Jalapa, Alfredo Cortés, Pepe Cervera, arte en las delegaciones capitalinas, toda es actividad apuntaba hacia la sociedad. Era una tarea ejemplar y había que repetirla. Alberto Rosado G. Cantón, Fernando Marrufo y R. Irigoyen nos brindaron el apoyo que se daba en aquella época, espacio y el nombre institucional. Lo interesante de todo es que al menos tres personajes estuvieron en nuestras funciones pendientes de la evolución del trabajo. Nuestra Compañía coincidió con el asesinato del líder estudiantil Efraín Calderón “Charras”, y con el movimiento estudiantil que surgió como consecuencia del crimen. Yo tenía elementos políticos e intelectuales para apoyar e involucrarme en el movimiento. Así lo hice. Todas las instalaciones universitarias fueron cerradas, incluso el teatro. El paro de estudios y el cierre del ámbito universitario tardaron mucho más de lo previsto. Los acontecimientos tuvieron formas inesperadas (acoso, persecución, amenazas, represión, disparos al propio edificio, etcétera), abandoné Mérida y regresé a México.
En 1980 me instalé en Mérida de nueva cuenta. ¿Qué no hice por la danza en esta ciudad? ¿A dónde no fui? Bailamos en alfombras de polvo, escenarios de grava, en pisos más de comején que de madera, bajo la sombra de árboles. El sol fue nuestro efecto lumínico muchas veces. Mérida vivía colgada a la hamaca de la trova y las costumbres de antaño. El eje del arte estaba en manos de un personaje ungido por la unicidad. Era el tuerto en tierra de ciegos. Este personaje tenía la tranca de todos los teatros y espacios artísticos existentes en la ciudad. Le tapaba el paso a quien quería. En especial, a aquel que no se rendía a sus caprichos y gustos personales. Por no plegarme a ciertas “condiciones” de ese fulano perdí una plaza que tenía en Bellas Artes (el ejecutor fue el arquitecto Leopoldo Tomássi). Fui sacado de las instalaciones de Bellas Artes. Se me negaba apoyo publicitario a toda actividad teatral. Me quedé en Yucatán para no dejarle el camino libre a esa persona.
Continuará.